Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (18/DIC/2010).-  El frío se demora en el jardín hasta bien entrada la mañana. Todo se reconcentra, espera, mientras el Sol hace su trabajo. La altura de la estación entrega una de sus instantáneas: dos trazos de la luz sobre el muro rojo, habitante casi todo el año de las sombras. Los rayos hacen fulgurar su piel y revelan una textura ahora desconocida. Las distancias de los pájaros se acuerdan con sus trabajos. La chuparrosa consiente la proximidad de quien la mira; de otra forma jamás podría ocuparse de su sustento. Cosa muy distinta pasa con los gorriones, celosos de su ámbito, rápidamente fugitivos. Una teoría de límites y vuelos construye, invisiblemente, el jardín.
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Foto. La niña en el aire. Descansa su breve cuerpo sobre una lámina de vidrio. De vidrio son los muros que se extienden hacia el vértigo. El fondo es una ciudad norteamericana cualquiera: edificios anónimos en su gritería, calles neblinosas, cruceros a varios niveles, los automóviles que roen incesantemente el paisaje. Ningún peatón, desde estas alturas, es visible. Contra la cuadrícula despiadada de la usura urbana, contra el cielo cerrado y hostil, contra el incierto horizonte de un campo ya retaceado y sucio se acurruca la niña. Flota en el cristal ingenuamente suspendido en el aire helado. Piensa quizá en otra parte, en un muro de piedra, una vereda de tierra, una lumbre mansa.
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México. La mano del frío dejó al descubierto una ventana por donde aparecen los volcanes. La ciudad igual se afana, se empecina en revolverse, embiste el día en millares y millares de frentes. El parque México sufre reparaciones, parte de la pérgola está en reconstrucción; dos alegres hileras de bicicletas en renta sustituyen a unos cuantos coches, los perros olfatean despreocupados. La calle de Amsterdam prosigue su interminable, elíptica cavilación. De un edificio con fachada de plástico opaco, que impide ver la arboleda, algunos vecinos han comenzado a retirar pedazos.
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Exposición en la casa Iteso-Clavigero. Se llama Rostros y oficios en el México independiente. Los buenos oficios –a su vez– de Gutierre Aceves entregan una muestra que se las arregla para ser brillante y discreta. Una serie de piezas de distintas procedencias y manufacturas, desde las alfarerías de San Pedro Tlaquepaque a las de Viejo París, ilustran a los personajes que encarnaron una parte de la identidad de un país en ciernes. Mención aparte para las fotografías de José María Lupercio que se incluyen. Tipos tapatíos de finales del siglo antepasado. Tres tahúres se juegan la suerte sentados a la puerta de un jacal de bajareque. Una pistola descansa sobre la tierra que sirve de tapete. Un niño, en el segundo plano, escruta la mirada del jugador: quién sabe lo que entonces la apuesta importó. Cuatro o cinco imágenes preciosas que relatan con inasible precisión el talante de una ciudad, de su gente. El discurso de la exposición ilustra, inquieta suavemente, abre nuevas luces. Como las de la casa de don Efraín González Luna: luces nuevas en las viejas, sabias ventanas.
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Del luminoso discurso de Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Nobel: “Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”.
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Por Lafayette-Chapultepec a la altura de donde empieza Libertad, banqueta poniente, frente a una casa contigua a la “Joseluisa” del Fondo, fueron talados dos árboles sanos e indispensables. Las plantas del camellón lucen secas y en vías de desaparición. Las banquetas siguen siendo cada vez más invadidas por los coches. ¿Qué pasa?
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Andrés Sánchez Robayna, desde Las Palmas de Gran Canaria, escribe en sus Diarios:
“La configuración que el deseo da al espacio (Starobinski). ¿No es, en efecto, el espacio una forma del deseo? ¿No nos contiene como una parte de él, pero suscitada o despertada en nosotros? Amamos el espacio (más aún el espacio desnudo) como si éste nos contuviese enteramente. El poeta griego veía en cada loma, en cada palmo de tierra pedregosa un escenario de antigua celebración. Y, sin embargo, nuestro desnudo espacio insular se abre a la historia y a la celebración con plena virginidad. Espacio inaugural. Y esa condición no sólo no nos hace amarlo menos, sino, paradójicamente, acaso más aún. ¿No vi en Fuerteventura los murales desconchados de la ermita, en un paraje desolado, como si de un rito se tratase, un gesto religioso de antigua adoración?
Deseo del espacio o redescubrimiento del lugar. Late en él la vieja sangre sabida o imaginada (en el sentido más riguroso: vuelta imagen).
Y vamos hacia él como nos enseñó el adagio griego: Tierra seca: el alma más sabia y la mejor. Su misma desnudez es al fin su secreto. Las palabras no se acercan al lugar para revelar ese secreto, sino para hacer sentir o hacer latir en ellas el misterio de la desnudez, mezclado con el deseo mismo. Y la palabra puede enseñar así al conocimiento una verdad de la tierra. Tal vez se entrega entonces el lugar en su entera verdad, y entonces las palabras son una encarnación. Escribir con la tierra, encarnar el lugar. La tierra del deseo”.
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De las indelebles imágenes: Moulinsart revisitado. Siguen regresando, desde hace tanto, Tintín y el Capitan Haddock al castillo tranquilo. El parque, alrededor, respira a su paso. Vuelta de los años a los parajes de diciembre. Cantos infantiles, parpadear de velas, vísperas alborotadas. Sombras de los que fueron, vislumbres de lo que viene. Moulinsart dura, y espera.

Tapatío

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