Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (04/DIC/2010).- Desde hace algunas semanas apareció una nueva plaza en el barrio. Un exiguo espacio triangular entre dos calles, normalmente acaparado por los coches y el descuido, es territorio ahora de peatones. Un tinglado que ofrece comida al transeúnte sirvió para encender un ámbito diferenciado y amable para quien pasa. El puesto y sus accesorios ordenadamente dispuestos, unas cuantas sillas y mesas, la luz de las velas en la noche: la ciudad agrega a su inventario un reducto de modesta y reconfortante civilidad, una posibilidad de encuentro. El olor de la honesta comida llega por oleadas al vecindario, el rumor de las voces de los comensales se oye en la distancia, una música insistente y moderada se acuerda con el paso de la velada. Ejemplo de los tantos pedazos de ciudad que ahora se confunden y extravían bajo la marea de los coches y la incuria, y que pueden, con buen tino, ser rescatados.
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Hay una novela de la que nadie menos que Graham Greene afirmó que era “la mejor novela de espías que he leído nunca.” Su título es emblemático y ha resonado desde hace décadas: El espía que vino del frío. Fue publicada en 1963 y su autor es el célebre John Le Carré (1931). Es amarga, exacta, temible y terrible. Relata, a través de la puntual anécdota de un espía, toda esa atmósfera difusa y opresiva que puso al mundo al repetido borde del desastre y que se conoció como la Guerra Fría. Cuenta, también, un drama moral que excede con mucho su circunstancia y que hace de la novela un clásico. Y que la pone aparte de las simples “novelas de género”. En una intrincada y a la vez transparente sucesión de situaciones plantea la oposición entre los ideales y la terca realidad, entre el compromiso personal y la traición como sistema. Todo el conflicto capitalismo-comunismo, toda la disputa ideológica que llenó varias décadas del siglo XX se reduce magistralmente al tránsito de Alec Leamas, espía inglés: un hombre que se niega a regresar del frío. La escritura de Le Carré es precisa y descarnada, opera con brillante sordina, se las arregla para ser compasiva y para comunicar un humor resistente e indispensable. Y, para volver a Greene y su aserto, es preciso acordarnos que Joseph Conrad transitó por estos mismos terrenos narrativos.

En 1965, El espía que vino del frío, fue llevada al cine. La dirigió Martin Ritt y en el papel de Leamas figuró Richard Burton. Dicen las crónicas que fue una de las mejores actuaciones del gran histrión galés. Habría que verla. Habría que releer otra vez esta novela a través de la evocación de ese miedo que permeó al mundo y que crepitaba en las transmisiones nocturnas de radio de mediados de los años sesenta. Habría que estimar el coraje de Leamas de quien Burton es una acertada encarnación, el de su ingenua novia comunista, el de la gente que se atrevió a decir no a los espejismos complementarios que se disputaban el mundo y las conciencias. Dice Le Carré de su héroe: “Encontró al fracaso como alguna vez probablemente encontraría a la muerte, con el cínico resentimiento y el coraje de un solitario.”
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Henryk Górecki se murió. Hace algunas semanas fue anunciada la desaparición de este gran compositor polaco. Suena en el tocadiscos una de sus intensas, solitarias sinfonías. Músicas para atravesar las largas noches en que asciende la oscura luna de la desdicha. Músicas en las que, a pesar de todo, brilla la terca luz de la esperanza.   
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Visible/invisible. La fuerza de la palabra es el título de una exposición que por estos días se abrió en el Hospicio Cabañas. Se trata de una selección de piezas contemporáneas de la colección del Museo de Castilla y León. El esfuerzo de producción y museográfico es evidente, y agradecible. Habrá que regresar a volver a ver con calma esta serie de obras de artistas de diversas procedencias. El hilo conductor propuesto es la palabra evocada, reproducida, dicha, ausente. En una sala cuatro sillones encontrados invitan a la contemplación. En el centro, sobrevuela un dispositivo, un como insecto electrónico que con su aleteo va escribiendo palabras en el aire. Es la pieza de Emese Benczur, de Hungría, cuyo título es una instrucción: Pasa tiempo haciendo que el tiempo gire sobre sí mismo.
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Caminata en las playas. Por aquí anduvo el agua. Toda la región tiene una oculta vocación ribereña y las orillas tejen sus encuentros con paciente memoria. La geología hizo su trabajo, las planicies se extienden bajo el dominio de las sierras arriscadas. Andar largamente por esta tierra salina, por estas orillas que están en todas partes. El chaparral a ratos se hace espeso y oculta toda cosa que no sea la espesura dorada que crepita al sol del mediodía. El carretero se va, ya se va para Sayula, dice el son viejo que regresa mientras la mirada se pierde en la vastedad en la que ahora ninguna tolvanera levanta su arquitectura de nadie.

Una inmovilidad portentosa en medio del territorio en el que todo fluye. Un silencio reconcentrado y largo acumulado en el centro que marca su estatura. El gran árbol se erige sobre una ignota corriente subterránea que le da cimiento. Su masa heroica magnetiza el paisaje, da norte a las parvadas, refugio a quien camina. El tronco centenario recita el inmutable rosario de los años que fueron. Su sombra tiene la levedad del espejismo, la hondura de un cántaro milagroso. Dure el gran árbol ordenando a todo lo que le rodea.

Los pitayeros hacen guardia desde su atalaya de piedras y de tiempo. Junto, discurre un camino que lleva a la sierra. Cada mástil levanta por unos días los colores de la bandera del calor y de las aguas que vienen. Ahora no hacen más que perdurar, medir su sombra invicta sobre la ladera.

La estación de los trenes sigue esperando entre la polvareda. Un señor del rumbo se sienta en el andén. Es el único que sabe la hora en el pueblo adormecido.

San Marcos guarda en su centro la capilla, azul y blanca: la cara lavada y deslumbrante  de una muchacha tocada por la gracia.

Tapatío

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