Jueves, 28 de Noviembre 2024
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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO.- Calores del cordonazo. El domingo, día de San Francisco, empezó una racha de infaustos calores. Los mosquitos arrecian, y su zumbido tiene, por estos días de epidemia, un tono levemente siniestro. La pila del jardín, por lo pronto y por si las dudas, está vacía. Sin embargo los gitanos –si no lo son, como si lo fueran- de Estopa atacan una rumba que alegra la noche. La llamarada gana terreno y se instala sobre los restos de la bugambilia lamentada. La pila del patio, ella sí, sigue cantando las endechas de sus inmóviles giros.


De Monterrey habría que celebrar su espléndida situación geográfica. Su valle es un cuenco portentoso rodeado por sierras de milagrería y cruzado por un misterioso, ancho y ausente río de Santa Catarina. Cada vuelta regresa a lo mismo este espectador: si los regiomontanos supieran cuidar el paisaje de su ciudad otro gallo les cantara. Pero la cantidad de basura visual que se acumula logra apabullar el ánimo. Y ahora, siempre energéticos, los regios se inventaron, a lo largo del río, una ruta escultórica –nomás 41 años después de la de Goeritz- que resulta más bien alarmante. Pero nada le hace. Monterrey es uno de los lugares más gratos que este suele frecuentar. Una bailarina recorta su liviana figura contra el cerro de la Silla, entrañables amigos de toda la vida siguen acometiendo con bravura ejemplar sus quehaceres, forman un grupo de voluntarios que se llama "Reforestación extrema", buscan reinventar su ciudad, las ciudades, la vida.


El mar de las nubes avanza por kilómetros hasta que llega a estrellarse contra las filosas escarpas de la serranía. La escala del paisaje es absolutamente homérica. El que pasa, a 10 mil pies, no deja de pensar en la inmensa casualidad de no ser otro y no estar en ese preciso instante sentado a la sombra de cualquier dintel de esa ranchería que descansa en uno de los verdes vallecitos que se alternan con las cordilleras. Remotas nociones que suben desde la más honda infancia: misterio de la imposible otredad, de la ineludible senda propia. Regresar algún día, jinete en mula recia, hasta el caserío asolado por el viento de través que no cesa. Desmontar frente al dintel, penetrar la dulce tiniebla del tendajón, sentarse, precisamente ahí, a tomar una cerveza sin duda tibia –como las de Luvina. Y ver distraídamente pasar, arriba, a diez mil pies, un avión plateado.


Podría, por un instante, ser Kuala Lumpur o Santiago o peor, Pasadena, hasta que un trazo, un edificio reconocible devuelve el sentido y el norte de la ciudad que sigue su insensata dispersión. Abajo, el bosque de la Primavera extiende ahora su manto de pobre y se deshilacha en las ávidas orillas.


Se prohibe cualquier cosa. Aeropuerto de Monterrey: en un rincón perdido una señal idiota resume el tema de la cada vez más asfixiante opresión de los aeropuertos: es el círculo rojo con una diagonal que tacha un cigarro, una cámara, un perro o cualquier otra cosa que se les ofrezca. Pero el círculo de marras y su diagonal no tachan nada. Es la prohibición abierta, total. El tema le interesaría a Foucault. El pasajero –en tierra o en el aire- recibe cada vez más instrucciones, advertencias, es más esculcado, registrado, verificado a ver si es quien dice.


Del Tempranillo. Por Monterrey anduvo también José María Buendía Júlbez, el incombustible. Llega por carretera: afirma que los aviones son nomás para cruzar los charcos, y que además, el paisaje de este país es insuperable. Maestro impredecible, mercurial conferencista, marroquí y andaluz, afronta el calorón de la ciudad regiomontana con su invariable suéter y su saco. Y luego, impertérrito, prorrumpe en una larga cadena de sabias afirmaciones. Y siempre, mostrando lo mismo, hace descubrir algo absolutamente nuevo. Como ese camposanto en Torrebermeja...


Balthasar Klossowski de Rola, o sea Balthus. Alguna vez imaginó, y luego pintó, con toda la larga morosidad, la pausada deliberación que eran su sello, a una muchacha de breves años desnuda frente a una chimenea que sostiene un espejo. Todo lo hace el contraste, el sabio detalle, la exquisita finura del trazo. Y el color de una paleta trabajada hasta el delirio. Reflejos rojizos en la oscura cabellera larga de la ninfa. Una moldura dorada que bisecta con exactitud el cuerpo levemente rosado; pero no, es de un color indefinible que solo Balthus sabía pintar. La muchacha es, toda ella, redondeada y pulida, como una antigua porcelana oriental. El dibujo del tapiz del fondo recuerda, por cierto, alguna chinoiserie. La muchacha no ha de voltear jamás, perdida en el azogue, extraviada en su pálida maravilla.


De Louis Aragon, dos estrofas citadas por Jean d’Ormesson:

 
Es una cosa extraña en fin este mundo

Un día yo me iré sin haberlo todo dicho

Estos momentos de dicha estos mediodías de incendio

La noche inmensa y negra con rasgaduras rubias

 
Habrá siempre una pareja temblorosa

Para la que esta mañana será el alba primera

Habrá siempre el agua el viento la luz

Nada pasa después de todo sino lo pasajero.


jpalomar@informador.com.mx

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