Lunes, 10 de Marzo 2025
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Conocimiento de causa

Doña Vivis era una mujer de carácter más bien hosco pero que, de cuando en cuando, amanecía con ganas de trato humano

Por: EL INFORMADOR

Doña Vivis, una vecina de mis tiempos de infancia a la que mi madre le profesaba una antipatía mortal. ESPECIAL / CORTESIA

Doña Vivis, una vecina de mis tiempos de infancia a la que mi madre le profesaba una antipatía mortal. ESPECIAL / CORTESIA

GUADALAJARA, JALISCO (12/MAR/2017).- Tengo un recuerdo bastante claro de doña Vivis, una vecina de mis tiempos de infancia a la que mi madre le profesaba una antipatía mortal. Doña Vivis era una mujer de carácter más bien hosco pero que, de cuando en cuando, amanecía con ganas de trato humano y aparecía en la puerta de la casa para ofrecer toda clase de consejos no solicitados al respecto de una multitud de materias en las que se sentía plenamente autorizada para opinar. Esto, por sí mismo, quizá no diferenciaría a la señora de muchas otras personas (somos legión esos a quienes, en algún momento, nos da por sentirnos iluminados por la sabiduría y, por tanto, merecedores de un púlpito desde el cual dejarla caer sobre los simples mortales). Lo peculiar del asunto es que doña Vivis era experta en dar consejos sobre asuntos en los que había protagonizado desastres que, para cualquier observador sensato o al menos neutral, deberían haberla incapacitado para decir lo que fuera sobre ciertas cosas.

Pongo dos ejemplos elocuentes. El primero tenía que ver con las plantas. Venía doña Vivis a la casa y, sin mediar siquiera un cochino “buenos días”, se lanzaba al ruedo con un: “Para ese pasto de ustedes lo mejor es mezclar los posos del café y unas cáscaras de plátano, dejarlos secar, machacarlos y rociarlos como abono”. Esa receta infalible, sin embargo, no parecía haberle servido de nada a la lija reseca de diez metros cuadrados que ella llamaba jardín y en donde parecía que hubiera bailado chachachá aquel famoso caballo de Atila que, según la conseja, provocaba con su paso que la hierba no volviera a crecer (la frase, al parecer, era del propio rey de los hunos, que se vanagloriaba así de la destrucción que iba dejando en su camino)... El segundo era aún más desatinado: la hija única de doña Vivis, harta de que su madre le negara el permiso para estudiar una carrera, había abandonado el hogar apenas cumplida la mayoría de edad. Eso no había evitado que la buena mujer se sintiera confiada para erguirse como asesora y recomendarle a mi madre cómo debía hablar con sus hijos y cómo podía educarlos. “Uno tiene que ser firme con la mano porque si no, los muchachos se toman la pata”, aseguraba. Por cierto: cuando nos mudamos de allí, muchos años después, la hija emancipada seguía sin tomarle las llamadas a doña Vivis.

No fuimos, claro, las únicas víctimas de sus ganas de influir en el planeta. A doña Ifigenia, que tenía un saloncito de belleza y una enorme jaula con pericos, le sugirió que en vez de darles a los pajarracos del alimento que vendían en el supermercado, les ofreciera peladuras de papa y brócoli. Hemos de suponer que esa dieta fue la que provocó que su propio loro se viera obligado a escapar a todo vuelo apenas vio su jaula abierta por un instante una tarde y nunca más volviera a asomar el pico por allí.

Pero lo mejor fue que doña Vivis se afanó en instruir en las artes del manejo a otra vecina, que acababa de comprarse un automóvil compacto pero no sabía cómo ponerlo en marcha. Supimos de eso porque, una noche mientras cenábamos, se escuchó un estruendo notable: era la reja de la casa de al lado, derrumbándose ante el empuje del automóvil compacto. Doña Vivis, al volante, logró detener el vehículo y mantener la calma, mientras la dueña del carro se tapaba la boca con las manos del terror. “Te recomiendo que siempre revises primero que esté abierto”, aconsejó doña Vivis. Y siguió con la clase, tan tranquila.

Tapatío

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