Suplementos | CAPÍTULO 1 Como mosca en parabrisas Una novela de Diego Petersen, por entregas Por: EL INFORMADOR 4 de marzo de 2012 - 03:03 hs / GUADALAJARA, JALISCO (04/MAR/2012).- EN LA TRADICIÓN DEL FOLLETÍN. La realidad ofrece todos los días historias que rebasan lo que cualquier escritor puede imaginar, pero los hechos de la que está conformada, pasados por el tamiz de la literatura, se convierten en ficciones a las que el lector queda atrapado. Cada semana, en este espacio, se irá develando la trama. I Mike murió como mosca en parabrisas. Ni tiempo tuvo de frenar, pensar, arrepentirse, entender lo que pasaba. Iba acelerando en la moto cuando de la bocacalle del zoológico salió una pared blanca con raya naranja. De la nada estaba ahí, como si alguien la hubiera levantado de la nada. Pac. Se acabó, no hubo gritos, quejidos o lamentos, sólo un silencio de muerte, ese silencio que precede a lo irremediable. Mike murió como vivió: sin meter el freno, arrastrado por la vida y un buen día, en pleno vuelo, sin saber cómo ni de dónde, la muerte le salió como un parabrisas a una mosca. II Beto Zaragoza estaba ahí, parado junto a la tumba. Él siempre estaba ahí, donde tenía que estar. Desde niño aprendió que lo más importante en el oficio de reportero de nota roja es estar en el lugar adecuado a la hora adecuada. No importa si es temprano o tarde, si llueve o hace un sol que quema, hay que estar ahí. Los cadáveres no se mueven, es uno el que tiene que ir a ellos, le decía su padre, el viejo don Eulalio. Adalberto tenía ocho años cuando su padre lo llevó por primera vez a cubrir una nota. Era domingo en la madrugada, había llovido por la noche y estaba fresco. Su padre lo despertó, le dio una cámara Kodak Instamatik 125 y le dijo: “Acompáñame, es hora de que te metas al oficio.” Don Eulalio llevaba su cámara Pentax al hombro y una radio que hacía un ruido endemoniado en el cinturón. Lo que se escuchaba eran sólo claves, números y palabras extrañas que Beto entonces no alcanzaba a comprender. Subieron al Ford Falcon de su padre y enfilaron rumbo a San Isidro. El viaje le pareció eterno. El radio no dejaba de sonar. Ya cerca del Periférico le dieron alcance a la ambulancia de la Cruz Verde, de esas que levantaban a los muertos. Llegaron al Bosque del Centinela con las primeras luces de la mañana. Mientras “los zopilotes”, como llamaban entre los reporteros de nota roja a los camilleros de la Cruz Verde, bajaban la camilla, don Eulalio preguntó dónde se encontraba el cadáver. “Aquí abajo, pegado a la presa” le dijeron. Apresuraron el paso para llegar antes que nadie. Contrario a la canción, en la nota roja llegar primero es más importante que saber llegar. De pronto Beto se topó con el cadáver de una mujer colgada de un árbol. Se quedó petrificado. Era la primera vez en su vida que veía un muerto de verdad. Había visto muchos, en las fotos de su papá, degollados, quemados, martirizados, balaceados, apedreados, pero nunca uno “muerto en vivo”, como los llamaba irónicamente su padre. No podía apartar la vista de los ojos de aquella mujer: eran unos ojos tristes, vacíos, un poco desorbitados, sin vida pero expresivos. Don Eulalio tomó la placa: su hijo con su camarita entre las manos a la altura de la cintura viendo fijamente al rostro de aquella mujer vestida de rosa, medias negras, pelo castaño bien peinado, los ojos maquillados y, como fondo, el amanecer entre los eucaliptos. Una imagen hermosa que Beto aún conserva. Mitad como ejemplo de una buena foto de nota roja, mitad como diploma de graduación: ese día, con ocho años de edad, Beto entró al oficio. Por ello, cada vez que puede, porque hoy el peligro es mayor, lleva a su hija Juana, de 10 años, a que tome fotos de cadáveres. Beto Zaragoza estaba ahí, en el cementerio de Chapala, bajo un sol inclemente de mayo, mientras a pico y pala destruían la tumba la viuda de Lafitte para exhumar el cadáver. A su lado estaba Pablo Gómez, policía judicial a quien conocía de muchos años atrás cuando él era ayudante de su padre y Pablo madrina del ex procurador Godínez, hoy huido por nexos con el narco; Luis Ramírez, abogado de Seguros Monterrey y que fue quien solicitó la exhumación del cadáver; Pedro Corola, secretario del juzgado de Chapala, y Juana, cansada y distraída, harta después de dos horas de escuchar ese ruido repetitivo y agudo del pico sobre la tumba. Finalmente apareció el cajón. Destruyeron completamente la loza que lo tapaba y liberaron el paso. Pusieron un malacate encima de la tumba, amarraron la caja que ya daba muestras de humedad a pesar de que aún no había comenzado la temporada de lluvias y comenzaron a tirar rítmicamente, muy despacio, como si se tratara de algo muy valioso o al menos digno de respeto. El ruido agudo de los picos había dado paso a un rechinar de cadenas no menos molesto para los oídos de Juana. Beto sacó de su morral dos pañuelos, los roció con agua de colonia (“la de Sanborns para esto sí sirve”, le decía su padre), le dio uno a Juana y le indicó cómo amarrarlo cubriendo nariz y boca. Preparó la cámara, una Canon EOS con una lente 50-200, f 2.8, que le costó mucho más de lo que ganaba en el periódico, pero que disfrutaba al máximo. Cuando el cajón estuvo arriba, lo pusieron con cuidado en tierra firme y le quitaron el exceso de tierra con una escoba vieja. Los enterradores voltearon con el secretario esperando instrucciones. “Ábralo”, dijo secamente. Quisieron levantar la tapa pero estaba clavada. Limpiaron con más cuidado los bordes y aparecieron 18 clavos a lo largo del cajón. “Use la barra”, ordenó el secretario. Los ojos de Juana no podían despegarse de aquella caja de madera clara con lamparones de humedad. Había visto muchos cadáveres a estas alturas de su vida niña, pero nunca uno desenterrado después de tres meses. Su papá le había advertido en el camino que los cadáveres después de tanto tiempo podían oler muy feo, más feo que todo lo que pudo haber olido antes en su vida, porque el momento en que peor hieden es entre los dos y tres meses, cuando la grasa corporal se ha podrido y los gusanos comienzan su trabajo de limpieza cadavérica. El olor y la vista podían ser a cual más impresionante. Pero una exhumación no sucede todos los días; es más, casi nunca. A sus 40 años y 32 en el oficio, a Beto sólo le habían tocado dos; por eso había decidido que Juana ese día no fuera a la escuela y lo acompañara a la exhumación. “Escuela hay diario; exhumaciones, muy pocas en la vida”, argumentó esa mañana y Juana no lo pensó dos veces. Beto se preparó. Se puso en cuclillas entre las piernas del secretario y del representante de la aseguradora, levantó la cámara, acercó el ojo derecho a la mirilla mientras el izquierdo estaba atento a lo que pasaba alrededor, midió la luz, enfocó y, en el momento en que oyó el trac de la tapa que vencía, disparó. Incrédulo, Beto miraba al interior del cajón con el ojo libre y por la mirilla de su Canon con el otro. Ambos ojos veían exactamente lo mismo: palos, piedras, cobijas y una chamarra verde militar. El cadáver de la viuda de Lafitte no estaba ahí. Continuará... 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