Lunes, 25 de Noviembre 2024
Suplementos | Una novela por entregas de Diego Petersen CAPÍTULO XVII

Como Mosca en parabrisas

Previamente. El cadáver de la viuda de Lafitte no estaba en el ataúd. Manuel, director del periódico contó a Mike, su amigo, que las autoridades investigan a su madre. Sospechan que fingió su muerte y la relacionan con el fallecimiento de sus ex maridos. Un tercer “muerto” apareció, Margarita Padilla, supuesta hermana de la viuda, quien no era más que la viuda de Lafitte disfrazada

Por: EL INFORMADOR

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GUADALAJARA, JALISCO (17/JUN/2012).- A penas había Beto terminado de preparar su cama dentro de la camioneta cuando el ruido del radió se hizo insoportable. Por la intensidad y la cantidad de personas que hablaban supo de inmediato que se trataba de algo grande. A Adalberto Zaragoza no le importaba dormir en la camioneta, estaba más que acostumbrado, pero cada vez le costaba más trabajo despertarse en medio del sueño para salir rumbo a algún servicio. La flojera y la falta de capacidad de asombro son signos inequívocos de un reportero que se esta haciendo viejo.

“Cuando uno cree que lo ha visto todo es porque dejó de ver. En esta profesión no hay que tenerle miedo a los muertos sino a que se te muera el interés”, le decía su padre. Beto sabía que la flojera de levantarse a un servicio era el comienzo de esa enfermedad que mata a los periodistas: la obesidad mental. Comienzan saliendo lonjas en la conciencia y termina en una parálisis creativa. Todas la notas se vuelven repetición una de otra, se mueren las neuronas de la diversión y se agotan las preguntas.

Por eso Beto agradeció que el radio hubiese sonado antes de poner la cabeza en almohada, cuando el sueño ya peleaba con el cuerpo su derecho y se defendía diciendo “qué más da otro muerto, otra foto que nunca se va a publicar”. Sacó el radio y las llaves de abajo de la almohada, se pasó al asiento delantero, abrió la guantera y extendió un viejo mapa de Guía Roji para verificar el lugar del reporte y trazar, mentalmente, la ruta a seguir.

Se trataba de una doble ejecución. “Una doble ejecución más”, dijo su cuerpo somnoliento y urgido de descanso, pero ya estaba ahí. Eran dos jóvenes de no más de 30 años a los que les habían disparado desde otro coche. Al recibir los impactos, seguramente de cuerno de chivo a juzgar por el tamaño de los agujeros en las puertas del Jetta, éste se había impactado contra una joven Jacaranda con un tronco de no mas de 20 centímetros de diámetro, la tercera víctima de este atentado pero que nadie contabilizaría. Tomó las fotos a toda velocidad pensando en todo momento en regresar a dormir cuando aparecieron, casi simultáneamente el teniente Monterrubio, jefe de la policía estatal y el comandante Peláez al que todavía no le había pagado la caja de brandy que le debía a cambio de la información de la muerte de Margarita Padilla.

Cada uno traía su séquito de reporteros. Dos grupos antagónicos, en realidad dos mafias de periodistas que controlaban la información, las plazas al interior de los medios y las oficinas de comunicación social de las policías. La de la procuraduría, aglutinada aquella noche en torno a Peláez la controlaba un viejo reportero de radio. La mafia alrededor del teniente Monterrubio era liderada por Gerardo Sánchez, compañero de Beto en el diario y que de inmediato lo encaró

—¿Qué haces aquí? esta nota es mía.

—Claro Gerardo, yo nomás viene a tomar fotos, pero ya me voy.

Beto adivinó la nota que aparecería en el diario. Hablaría de un ajuste de cuentas entre miembros del cártel de Tijuana, el teniente Monterrubio sería el héroe de la película y vendría acompañada de datos, muy probablemente falsos, de las cuentas que debían estos jóvenes hampones. A los muertos les caen las moscas y los expedientes sin resolver. Adalberto había aprendido a desconfiar de los jefes policiacos, pero más aún de Monterrubio que siempre tenía explicaciones para todo, y todo cuadraba perfectamente, como si las historias estuvieran preparadas aun antes de los asesinatos. Estaba a punto de retirarse cuando se topó con el comandante Peláez.

—¿A dónde vas, Beto; ya traes mi caja de brandy.?

—Nomás que el jefe me autorice los viáticos.

—No, pos ya estuvo que nunca. En tu periódico son más burocráticos y marros que en la procu.

—Dice el jefe que los tiempos ya no están como antes.

—Esa excusa la he oídos durante 20 años, así que no vale, dile a tu jefe que pague.

—Por cierto, conoces a una comandante Pancho Sahagún.

—Ay guey, ahora sí estás haciendo tu chamba. ¿Lo dices por los celulares que encontraron en el coche?

—Por qué más iba a ser, mintió Beto.

—Qué te puedo decir, es un comandante de la procu de Michoacán que vende teléfonos “limpios” es decir sin huella ni contratos. Los teléfonos que traían estos cuates seguro eran de él, porque son modelos que no se venden en México, pero Sahagún los consigue de cargamentos robados y los protege el de verde que está allá, dijo señalando con el mentón a Monterrubio.

—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? preguntó Beto esta vez realmente sorprendido.

—A qué ingenuo eres mi estimado Beto. Sahagún les vende celulares a todos los malandros, luego le vende a Monterrubio los códigos para que este los intercepte. Por eso cuando hay teléfonos de estos en un asesinato está claro quién lo organizó.

—Claro, dijo Beto fingiendo que entendía.

—Ya te solté la sopa y ni idea tenías ¿verdad?

—La neta sí, yo te preguntaba por él porque me apareció vinculado al caso de la Viuda Negra que ya sabes que trae a mi jefe de cabeza.

—¿Sahagún?

—Sí, parece que es uno de los cómplices de la viuda.

—Vete con cuidado.

—¿Es peligroso?

—Todos los policías somos peligroso cuando se meten en nuestro terreno. Somos perros muy territoriales.

—Con la mafia hemos topado, Sancho.

—Sancho madres, el único Sancho que yo conozco es el que anda visitando a las mujeres de los policías mientras estamos aquí haciéndole al idiota dizque investigando lo que ya sabemos. Pero sí, con la mafia te haz topado. El fraude que se aventaron tus amigas, o las amigas de tu jefe, está demasiado bien hecho, eso es de un profesional, así que no me extrañaría nada que Sahagún, o alguien así, estuviera metido.

—¿Y qué más sabes de la última muertita, la hermana de la viuda?

—Nada. Encontré el expediente pero ni rastro del cadáver ni de la mujer. De la viuda al menos había una tumba, de ésta nada. Ahora sí que va a ser de los pocos cadáveres que no tengas foto, mi querido Beto.

Continuará...

Tapatío

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