Lunes, 25 de Noviembre 2024
Suplementos | Una novela por entregas de Diego Petersen: CAPÍTULO XIV

Como Mosca en parabrisas

Previamente. En el ataúd donde se suponía tenía que estar el cadáver de la viuda de Lafitte no había nada. Manuel, el director del periódico contó a su amigo Mike que las autoridades investigan a su madre, suponen fingió su muerte y creen ayudó a bien morir a sus ex maridos. Beto, reportero de nota roja, está en Chapala, ahí conoció a María, una enfermera que podría saber más sobre el caso

Por: EL INFORMADOR

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CAPÍTULO XIV

GUADALAJARA, JALISCO (27/MAY/2012).-
Adalberto Zaragoza se quedó un rato en el coche rumiando la última frase de María, la enfermera de la Cruz Roja y del doctor Parra del Rosal: “Ahí pasaron cosas muy raras”, había dicho antes de bajarse y desaparecer por la puerta de la clínica que se abrió y cerró automáticamente como si una ballena la hubiera devorado. Era evidente que la enfermera quería que él investigara lo que estaba sucediendo en esa clínica, pero también era claro que ella no quería hablar más, pues de alguna u otra manera estaba involucrada. Beto estuvo observando el movimiento de la clínica. No era gran cosa. Llegaba una visita, un médico, algún proveedor, pero en media hora ni un sólo paciente o urgencia. Un guardia privado, panzón y mal rasurado, parado al lado de la puerta daba los buenos días a todo el que llegaba. Bajo un árbol, a unos 15 metros, había un bolero sentado sobre el banco de boleada leyendo un periódico de nota roja. Beto había encontrado los informantes que necesitaba. Se quitó los tenis y se puso unas viejas botas, que siempre cargaba para cuando tenía que caminar en el campo, y fue directo con el bolero.

—¿A cuánto la boleada?

—Te las dejo como nuevas por 30 pesos.

—Vas, dijo Beto. Se acomodó en el sillón y puso la bota derecha sobre la huella de metal. “¿Hay algún muerto importante?”, preguntó señalando el periódico que el bolero había dejado en el piso.

—Nada jefe, puro choque y riñas. ¿Quiere que le pase el periódico?

—No, mejor platícamelo.

—Ah, a usted es de los que le gusta masticadito y en la boca.

—¿Qué pasó?

—Nada jefe, lo estaba midiendo. Pero la verdad no hay nada que decir del periódico de hoy; está muy aburrido. Lo compré para ver si salía algo más de la Viuda Negra, pero nada.

—¿De quién? preguntó Beto haciéndose el interesado.

—La Viuda Negra, una señora de aquí de Chapala que la andan investigando que porque mataba a sus maridos y ella misma desapareció.

—Órale, eso sí está bueno. ¿Y qué se dice?

—Los periódicos dicen puras tonterías (Beto sintió el aguijonazo, pero aguantó vara y dejó al bolero seguir sin hacer gestos). Si uno lee los periódicos pareciera que la señora era de lo peor, pero en realidad era un alma de dios.

—¿Tú la conociste?

—Sí claro, no puedo decir que le boleaba los zapatos, porque en realidad no, pero venía seguido con el doctor Parra, y lo malo al ver, se ve, jefe, y lo bueno, pos también. Yo veía cómo saludaba y cómo trataba a la gente y le puedo asegurar que era gente buena.

—Y a qué venía a la clínica, ¿estaba enferma?

—No pos no sé, pero enferma, enferma, lo que se dice enferma, no se veía.

—No me vas a decir que era novia del doctor.

—¡Nombre qué va!, si al doctor Parra le gustan jovencitas, como la enfermera esa que venía con usted.

—¿Quién, María?

—No sé cómo se llame, pero muchas veces los he visto llegar y salir juntos, y cuando traen rollo pos se les nota, ¿a poco no?

El bolero soltó una pequeña palmada en el talón como señal de que había terminado con la primera bota. Obediente, Beto bajó el pie derecho y puso el izquierdo sobre la huella. No quería romper el hilo de la conversación.

—El amor y el dinero no pueden esconderse, contestó Beto con una de sus frases hechas.

—Sobre todo el dinero. Al doctor Parra se nota que le ha ido muy bien.

—Trae buen coche, dijo Beto señalando el Ferrari Rojo con placas de California del que se acababa de bajar el doctor.

—Y buenos zapatos, y buenos trajes. Los zapatos caros se notan más. Antes traía puro zapato nacional, como los que traen todos, pero ahora trae unos que dice que son italianos, pero ¡qué zapatos!, hasta da gusto bolearlos.

—Ah, ¿a poco notas la diferencia?

—Pos cómo no. No se me vaya a ofender, pero cuando uno le da bola a unas botas como estas es como estar sobándole el lomo a una vaca, pero con los zapatos del doctor Parra haga de cuenta que está acariciando pompas de princesa.

—Voy, voy ¿y cuándo has acariciado unas pompas de princesa?

—Bueno, no, pero me las imagino. Buenos los zapatos del doctor Parra y el comandante Sahagún. Roberto Sahagún  era un policía desarrapado que ahora trae un camioneton y unas botas que me dijo que eran de sabe qué animal raro. A esas no me deja ponerles nada más que jabón de calabaza, las cuida como si fueran de oro, y él dice que le costaron como si fueran de oro.

—¿Y quién es ese comandante Sahagún?

—Un amigo del doctor Parra y de doña Camelia, bueno yo creo que más bien de su hija, porque se juntaban seguido aquí en la oficina del doctor Parra los tres, pero yo veía que al principio el comandante llegaba con la hija de la viuda de Lafitte.

El bolero le dio una palmada ahora en pie izquierdo y Beto entendió que el trabajo estaba concluido. Eran los 30 pesos mejor gastados de su vida. Sabía que en 15 minutos las botas estarían igual de opacas “hay botas que ya no agarran lustre”, pero la información valía mucho más. Con las botas y el orgullo brillantes Beto se dirigió a la puerta de la clínica sabiendo perfectamente la pregunta que tenía que hacer al guardia.

—Buenos día jefe, disculpe, ¿sabe usted dónde puedo encontrar al comandante Sahagún? Me dijeron que venía seguido por acá.

—Hoy no ha venido y no sabría decirle si vaya a venir.

—¿Viene diario?

—No, es que él no trabaja aquí, viene de vez en vez a ver al doctor Parra, pero ya tiene días que no se aparece.

—Ah, es que quiero comprar una casa que está a nombre de una señora Camelia Padilla pero me dijeron que ella murió hace unas semanas, pero que el comandante me podía dar razón ¿Sabe usted dónde lo puedo encontrar?

Beto notó que las palabras “Camelia Padilla” pusieron en alerta al guardia. Se enderezó de inmediato, desvió la mirada y miró a los lados para asegurar que nadie estuviera escuchando.

—No sé, dijo finalmente el guardia cambiando totalmente de actitud. Como le dije el señor no ha venido en varios días.

—Qué lástima, parece que llegué tarde, pues si la señora no se hubiera muerto ya habríamos acabado ese negocio. Me dicen que la señora murió en esta clínica ¿usted sabe de qué murió?

—No sé nada.

—Es que fue muy impactante para mí, me dicen que llegó caminando y ya nunca más salió.

—Ya le dije que no sé nada, contestó el guardia seco y cortante.

Se le había quitado lo amable, lo risueño y lo relajado en 30 segundos. Lo panzón y lo mal rasurado seguían ahí. Beto se dio la vuelta y se enfiló al coche satisfecho con la conversación. Ya no tenía duda, había muchos más involucrados en esta historia. Cuando estaba a punto de arrancar el motor sonó el celular. Era el comandante Peláez

—Beto.

—Sí comandante.

—Ahora sí me debe más que una caja de brandy. Tengo lo que me pediste.

—¿De la Viuda Negra?

—Sí, otro cadáver y otro seguro cobrado. La caja va a tener que ser de coñac.

—¿Otro marido?

—No Beto, peor. Mató a su hermana.

Continuará...

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