Lunes, 25 de Noviembre 2024
Suplementos | Una novela por entregas de Diego Petersen CAPÍTULO XI

Como Mosca en parabrisas

Previamente. El cuerpo de la viuda Lafitte no estaba en el ataúd, sólo había palos, piedras y una chamarra militar. Manuel, el director del periódico contó a su amigo Mike que las autoridades investigan a su madre porque creen que fingió su muerte y suponen que ayudó a bien morir a sus ex maridos. Ahora, Beto, reportero de nota roja, busca más información en el Semefo y el archivo.

Por: EL INFORMADOR

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XI

GUADALAJARA, JALISCO (06/MAY/2012)
.- El silencio de Mike había sido más que elocuente. ¿Para qué le había preguntado por la maldita chamarra, que más le daba si era o no era la de su padre?; ¿acaso importaba? Por supuesto que no, pero en el fondo lo que había hecho, estúpidamente, era dudar de su amigo, a pesar de que se había repetido una y otra vez que jamás le preguntaría si era culpable o inocente.

En efecto no le había preguntado, pero se lo había insinuado, que para el caso es lo mismo, o peor porque no había tenido la valentía de hacerlo directo y de frente. “Eres un vil periodista chismoso y además torpe”, se dijo a sí mismo.

El silencio y la sonrisa de Mike, lejos de sacarlo de dudas lo había dejado más confundido que antes. “Piensa lo que quieras, me da igual”, eso significaba el silencio de Mike. ¿Y la sonrisa? era una forma de perdonarlo o simplemente Mike se estaba riendo de la ingenuidad del periodista que presumía siempre de su perspicacia y se hacía pasar por sagaz. Como fuera, había regado el tepache, pues ni había obtenido la respuesta que buscaba, y sólo había logrado sentirse fatal.

Manuel no tenía sueño; tampoco a dónde ir. Los centros nocturnos no eran lo suyo, tampoco le gustaba ir solo a los bares, le parecía lo más deprimente del mundo, aunque era difícil imaginar algo más deprimente que su propia vida.

El periódico le había costado un tempranero divorcio, pues su matrimonio no había cumplido los tres años cuando Manuel salió del juzgado con el papel que le devolvía una libertad que ni necesitaba ni quería. Extrañaba a su mujer. Él nunca había querido separarse, pero tampoco tuvo argumentos para mantener un matrimonio que no era más que un acompañamiento de soledades. Pero más que a Karina, su mujer, más que a una persona específica de carne y hueso, lo que Manuel extrañaba era el ancla que significaba su matrimonio. “Todos estamos locos de atar” solía repetir citando al ocurrente Eduardo, “pero algunos ya encontraron un muelle donde atracar”. Para él, su matrimonio había sido una etapa en la que había sido feliz a su manera, pero sobre todo en la que había atracado en aguas calmas, protegido por esa rada de piedras llamada hogar, lejos de las mareas sentimentales y el oleaje de los amores furtivos que lo arrojaban contra las rocas llenas de erizos cada vez que cambiaba de pareja.

Las amarras de su matrimonio, sin embargo, no habían soportado la vertiginosa corriente del periodismo. Las escotas con las que se había atado al muelle de Karina se habían deshecho como agujetas de zapatos ante las presiones del día a día. Jamás pudo llegar a tiempo a casa; nunca había cumplido con una promesa de fin de semana para los dos; nunca fue capaz de engañar a su mujer, por el contrario, siempre se lo contó todo: su amorío con la reportera española, los coqueteos de la vendedora de publicidad, las escapadas furtivas con su amiga escritora que pasaba por el periódico cada martes a dejar su colaboración y su pequeña, pero infaltable, contribución a las finanzas del hotel del paso que estaba a tres cuadras del diario.

De pocas cosas Manolo se arrepentía tanto como de no haber engañado a su mujer, como lo hacían tantos otros que seguían felizmente casados y todas las noches, unas veces más tarde otras más temprano, regresaban a puerto, a las aguas calmas de la rutina en la que tantos, no menos locos que él, atracaban para dormir en paz. Mientras, Manuel estaba ahí, en medio de la noche, a la deriva, pagando con falta de sueño, agruras por el exceso de cafeína y estrés, las malas decisiones.

Necesitaba  dormir, necesitaba pensar. Sabía que por lo pronto lo primero estaba descartado. El tema de la mamá de Mike lo había arrastrado e involucrado más allá de lo que él hubiera querido. Estaba a punto de convertirse en una más de sus obsesiones, y sí alguien sabía lo que eso significaba era él: sueños recurrentes, semanas monotemáticas, horas extra de trabajo, abandono de sí mismo. Lo que había comenzado como un asunto delicado porque se trataba de una familiar de un amigo, algo que sucede con más frecuencia de lo deseado cuando se trabaja en un medio local, se había convertido en uno de los asuntos periodísticos más bizarros que le había tocado, y eso, sabía, lo perseguiría por un buen tiempo.

Le gustaría trabajar el asunto y verlo con la distancia con la solía ver decenas de casos que cada año brotaban de la sociedad, generaban un escándalo, se apagaban y se difuminaban como llamaradas de petate, pequeños incendios sin importancia. Eso es en general la vida de un periodista: el testigo presencial fuegos fatuos de una sociedad, pequeños incendios muy vistosos pero que se apagaban y el viento difuminaba como una nube de humo que nunca regresaba. Pero había asuntos que el viento no se llevaba, cuyos rescoldos seguían siempre encendidos bajo los pies del periodista. Esos eran los que obsesionaban a Manuel.

Marcó el único número que tenía certeza que respondería a esa hora, el de su amigo Eduardo, un animal noctámbulo que dedicaba las noches a leer y el día a medio dormir. A fuerza de vivir de noche se había convertido en un personaje huraño, de pocos amigos y al que le costaba trabajo relacionarse con el mundo. Sin embargo para él representaba un oasis dentro del trajín cotidiano.

Con Eduardo se podía hablar de literatura, de cine, de filosofía y terminaba hablando irremediablemente de psicoanálisis. Manuel detestaba el psicoanálisis, como detestaba todo aquello y aquellos que pretendieran explicar el mundo de un plumazo. Le parecía que el psicoanálisis se acercaba demasiado a una religión con dioses de papel, pero se divertía oyendo a Eduardo dar explicaciones psicoanalíticas sobre casi todo, y algunas de ellas, reconocía, eran simplemente brillantes. Un par de whiskys y un par de oídos sobre los cuales descargar el día le vendrían de maravilla.

    —¿Eduardo? Traigo una botella de whiski en el coche-, mintió, pero sabía bien donde conseguirla a esas horas.

    —Cuenta conmigo para matarla, acá te espero. Tienes que ponerme al corriente del mundo porque parece que de día pasan cosas importantes de las que yo ni me entero, pero sobre todo del caso de la Viuda Negra, como tú le dices.



Continuará...

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