Lunes, 25 de Noviembre 2024
Suplementos | Una novela de Diego Petersen, por entregas

Como Mosca en parabrisas

Capitulo V

Por: EL INFORMADOR

De hecho así fue como conoció a Donald, un gringo de Arizona, también viudo, que había decidido retirarse en Ajijic.  /

De hecho así fue como conoció a Donald, un gringo de Arizona, también viudo, que había decidido retirarse en Ajijic. /

GUADALAJARA, JALISCO (01/ABR/2012).- Aunque había otros temas en la redacción, y nada chiquitos: un asalto a un camión blindado, literalmente de película a sólo unas cuadras del periódico; un escándalo de corrupción del secretario de Gobierno que había ayudado a narcos a recuperar terrenos, y un país eternamente en crisis, Manuel sólo tenía cabeza para el tema de la Viuda de Negra, como habían bautizado al caso desde que se comenzó a especular la posibilidad de que hubiera matado a los maridos. No podía aceptar que la señora de la que hoy se hablaba como un verdadero monstruo, que había sido capaz de fingir su muerte y de la que se sospechaba había ayudado a bien morir a dos maridos en 18 meses, fuera la misma que él conocía. O era un verdadero ingenuo, lo cuál hería profundamente su ego de periodista, o la mujer era la mejor actriz que había conocido.

Camelia Padilla, al menos la que Manuel conoció en casa de Mike, era una señora chiquita, de personalidad más bien apagada y de voz dulce, aunque de carácter decidido. Había enviudado, por primera vez, a los 35 años y había sacado adelante a sus tres hijos. Los tres habían estudiado y los tres eran ahora lo que dicen profesionistas exitosos, es decir al menos tenían trabajo.

Era, sin duda, una buena vendedora y desde que había entrado a Bienes raíces en Chapala su situación económica había mejorado sustancialmente.

De hecho así fue como conoció a Donald, un gringo de Arizona, también viudo, que había decidido retirarse en Ajijic. Desde el día que su hija Wendy le anunció que se iría a vivir a Nueva York, Donald supo que la vería sólo una vez al año durante Thanks Given. Tan lejos está de Nueva York de Tucson que de Chapala cuando nadie tiene ganas de verte, así que cerró la oficina, vendió la casa con todo y muebles y a los 68 años de edad quemó naves para ir a buscar vida en Ajijic, un pueblo del que se había enamorado en los años sesenta cuando vino con esposa Maguie.

Donald vivió los primeros dos meses en el Hotel Posada. Tenía una buen recuerdo de las margaritas (las Maguies, decía él en referencia a su esposa) que servía Ramón, el barman del hotel, y del ruido de las olas por la noche reventando contra el muro de contención. Eso le bastó para tomar la decisión. Cuando llegó a Ajijic en 1985 ya no estaba Ramón en la barra del bar ni la laguna en la orilla del hotel. Ambos se habían ido. Ramón a bañar a sus nietos a Los Ángeles, y la laguna a bañar cultivos en Michoacán y a los descuidados tapatíos en Guadalajara. No encontró a ninguna de sus dos querencias y el hotel estaba muy venido a menos, y sin embargo estaba feliz.

Un día de marzo se levantó decidido a buscar casa y encontró mujer. Todos los días salía a caminar al caer el sol y de regreso se detenía en la cartelera de anuncios de la inmobiliaria Century XXI. Revisaba la oferta y seguía de largo, hasta que una tarde vio retratada la casa que quería. Estaba en la punta del cerro del fraccionamiento Chula Vista, era de buen tamaño, una sola planta y un estilo muy a su gusto. Sin duda era una casa hecha por un gringo joven para un gringo viejo, y eso era él. Cuando entró a la inmobiliaria lo recibió una gran sonrisa llamada Camelia. Hacía mucho que no veía a alguien sonreír así. Dos meses después Donald estaba casado y Camelia Padilla había cobrado la comisión de la casa en la que ahora vivía.

Manuel estaba fumando con la mirada clavada en el techo, una manía que tenía desde muy chico. Su madre se desesperaba de esa actitud de fuga que mostraba en los momentos de mayor tensión. “¿Qué buscas en el techo?” le preguntaba. “Nada”, decía él, “pero siempre encuentro algo”. El cigarro se consumía solo en la mano de Manuel, que seguía concentrado en el punto de fuga cuando sonó el teléfono.

— Es Beto, dijo Martha.

— Pásamelo... ¿Beto, qué hay de novedad?

— Ya tengo las actas de defunción y los datos de los seguros de tu amiga.

— ¿Hay algo que te brinque?

— A mí no, pero a lo mejor a ti sí. Voy saliendo a Ahualulco del Mercado, encontraron un cadáver mutilado.

— No te tardes. Acá te veo, pero dame un adelanto, ¿cuál es la nota?

— Que tu amiga era una maestra para eso que tu llamas braguetazos.

— Vente en cuanto puedas, esta nota es prioridad Beto.

Colgó y volvió a enganchar la mirada en el techo. Recordó otra de las frases célebres de su amigo Eduardo. “El estómago siempre avisa; hazle caso”. Ahí estaba la señal; esa inconfundible sensación de incomodidad que aparecía cuando las cosas iban mal. Manuel sabía que fuera lo que fuera, aquello no terminaría bien y que el torbellino terminaría arrastrándolo. El estómago se lo estaba avisando.

Continuará...

Tapatío

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