Suplementos | La calle se vuelve una extensión de nuestras casas y si la calle, las banquetas y los jardines son la antesala de nuestro hogar Arquitectura: Reflexiones espaciales de un agorafílico ¿Qué pasaría si todos ampliamos el radio de nuestros límites de seguridad? Es decir, si decidimos conscientemente apropiarnos de las calles, avenidas y plazas como pasa cuando tres millones de civiles lo hacen el día de la Romería Por: EL INFORMADOR 13 de octubre de 2008 - 13:36 hs Sandra Valdés En días pasados la calle se vio tomada por todos ante la necesidad de seguridad en nuestras ciudades. Como una especie de antiguo ritual, fuimos a ofrecerle velas a la guardiana de nuestra ciudad, La Minerva, que como una madre con su traje de guerrera, parece prometer a sus hijos resguardarlos de aquellos males que los aquejan. Pintando la calle de blanco los tapatíos convertimos por unos momentos la avenida en lugar común y al mismo tiempo en lugar privado. Común porque es un lugar abierto a todo aquel que quiera participar, y privado porque cada uno tenía una razón muy propia, la seguridad tiene que ver con la conservación del cuerpo, de la vida. Pero ¿qué es el miedo? ¿qué es la seguridad? ¿cómo podemos definir estos grandes conceptos que parecen resumirse en un concepto -sentido común-? Quizá COMÚN encierra el secreto de aquellas voces que se presentaron ante la diosa guerrera de nuestra ciudad. Partamos entonces de lo que no es común del opuesto, de lo que es privado, de la casa. Según Freud en su escrito Das Unheimlich (Lo Siniestro), explica que el miedo parte del momento de pérdida de la seguridad que nos daba el vientre materno, algo que todos hemos perdido en el momento de nacer, siendo entonces la casa la representación de esa necesidad de recuperar aquella seguridad que tanta falta nos hace. Unheimlich en alemán, significa lo que no es familiar, y se traduce como siniestro, entonces el significado de miedo que plantea Freud tiene que ver con aquello no nos es familiar, todo aquello que queda fuera de los límites de nuestro hogar. Entonces la construcción de nuestra casa se convierte en la conformación del lugar que nos va a proteger y resguardar de todo aquello que nos es ajeno. La casa debe ser el lugar donde nos sentimos más seguros, una especie de caparazón que de alguna manera se convierte en el sustituto de la madre, el lugar que nos ve crecer cuando somos pequeños. La casa de la infancia, inevitablemente nos recuerda esos momentos de mayor seguridad, y ya mayores, buscamos en la conformación de nuestro nido esa capacidad de resguardo para que de alguna manera nuestra descendencia crezca bajo las mismas condiciones de seguridad. La casa, el nido, el caracol, son entonces diseñados y cuidados bajo la premisa de la conservación de la salud, el bien-estar y la seguridad. A la casa le confiamos la conservación de la vida convirtiéndose en una extensión de nuestro cuerpo, el ejemplo más claro de esto, es quizá el momento de dormir, alguien dice por ahí, el ensayo de la muerte. Cuando dormimos perdemos la consciencia y confiamos a la casa la conservación de nuestro cuerpo mientras perdemos el estado de alerta. Por otro lado está la ciudad, el opuesto a la casa, el lugar común por excelencia, el espacio público. ¿Qué conforma el lugar común? Podríamos decir básicamente que la acumulación de espacios individuales invariablemente generan áreas comunes, es decir, calles, avenidas y plazas. El problema parte de la idea en que hemos construido nuestras áreas comunes desde la premisa en que el espacio propio y el área de seguridad finalizan donde termina nuestro espacio individual, es decir, nuestra área de resguardo, nuestro nido y los límites de ese nido los llevamos a todos los lugares, son contadas las veces que nos deshacemos de ese caparazón para hacer contacto común con nuestros semejantes y nuestra ciudad. El ejemplo más claro está en la tendencia de nuestra ciudad a construir vivienda dentro de lo que se le ha llamado coto. El coto lo que hace es ampliar un poco los límites de la “concha”, cuando salimos de la “concha” nos subimos en nuestros autos que se convierten en la extensión móvil de dicho nido y nos llevan encapsulados a otra concha sin contaminarnos del lugar común. Esto se ha vuelto tan evidente que el número de automóviles privados ha crecido alarmantemente los últimos años y todos lo hemos notado en la densidad del tráfico que sufrimos cada día, los autos también se han vuelto cada vez más grandes e incluso podríamos decir que el tamaño del coche es proporcional al nivel de inseguridad que experimenta su habitante. Con todo esto, nosotros mismos hemos delimitado nuestra área de seguridad y esa área de seguridad llega hasta la barda y caseta del coto, hasta el límite radial de la alarma de nuestro auto, pero ¿qué pasaría si TODOS ampliamos el radio de nuestros límites de seguridad? Es decir, si decidimos conscientemente apropiarnos de las calles, avenidas y plazas como lo hicimos hace unas semanas frente a La Minerva, o como pasa cuando tres millones de civiles se apropian de la calle el día de la Romería, entonces la calle se vuelve una extensión de nuestras casas y si la calle, las banquetas y los jardines de nuestra ciudad son la antesala de nuestro hogar, entonces lo vamos a cuidar, nos vamos a respetar mutuamente, y vamos a procurar el bien común. Hay que salir a la calle, hay que habitarla no como si fuera nuestra, ES NUESTRA, todos hemos cooperado para que se construyan los machuelos y se asfalten las calles. Y si lo que nos impide vivirla es el miedo, es porque la pensamos en individual, pero en el momento en que la habitamos en común, es cuando perdemos el miedo y salimos incluso en la noche y le prendemos velas a nuestra diosa. Ampliemos entonces nuestros límites de seguridad y convirtamos a la ciudad en nuestra casa. 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