Martes, 26 de Noviembre 2024
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A pesar de ellos

Un buen amigo decidió cambiar de auto la semana pasada, luego de siete años de usar el suyo

Por: EL INFORMADOR

Mi amigo se dio cuenta de que quizá no hubiera sido la mejor idea presentarse a la agencia en jeans, tenis y cachucha al lugar. ESPECIAL /

Mi amigo se dio cuenta de que quizá no hubiera sido la mejor idea presentarse a la agencia en jeans, tenis y cachucha al lugar. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (30/ABR/2017).- Desde que el príncipe Hamlet enlistó los horrores de la burocracia entre los motivos que justificarían que un ser humano se quitara la vida, ha quedado claro que el papel de los trámites es enloquecer a quien los padece y “empoderar” (mi candidata para la palabra más fea del decenio) a quien los administra.

Un buen amigo decidió cambiar de auto la semana pasada, luego de siete años de usar el suyo, de varias visitas al taller en tiempos recientes y de la seguridad de que su vehículo estaba diseñado para sufrir una virulenta degradación a partir de ese momento. Como el rendimiento y servicio del auto por jubilar lo habían dejado bastante satisfecho, acudió a una agencia de la misma compañía a la que había comprado su anterior unidad. Para su desazón, le informaron que su viejo asesor de compras (mote con el que llaman ahora a los vendedores) había fallecido unos meses atrás. La chica de la recepción designó a un joven de porvenir (es decir, con facha de no haber logrado nada aún en la vida) para que lo atendiera. “Soy nuevo, téngame paciencia”, le rogó el muchacho. No se sabía las especificaciones técnicas de los autos, tampoco tenía claro cómo interpretar el listado de precios. Mi amigo se dio cuenta de que quizá no hubiera sido la mejor idea presentarse a la agencia en jeans, tenis y cachucha al lugar, porque era claro que la chica de la recepción y los vendedores experimentados preferían clientes más elegantitos, con el cabello repegado, zapatos de mocasín y camisas de cuadros, o señoras de vestido de diseñador, lentes oscuros y bolso con la marca resaltada en dorado. Lo cual es, desde luego una idiotez. No sólo por el clasismo implícito en ese tipo de actitudes sino porque mi amigo es una de esas personas que se meten a una agencia y salen de allí con el auto pagado de contado.

Casi a pesar del vendedor, que de plano tenía que ir preguntando por cada paso del proceso a quien se dejara, mi amigo consiguió elegir el auto que deseaba y comenzar el trámite de la factura. Allí comenzaron los verdaderos problemas. Primero, porque el “asesor” se puso tan contento con la venta que se fue a marcarle por teléfono a su madre para contarle en vez de cerrarla. Segundo, porque la señorita de la caja recurrió al gustado “Uy, joven, fíjese que…”. Aseguró que le faltaba la autorización del crédito.  “Voy a pagar de contado”, dijo mi amigo y sacó su tarjeta del banco. “Le falta el comprobante de domicilio”, repuso la mujer. Mi amigo lo entregó. “Uy, joven…”, le replicaron, con una sonrisa maligna.

Resultaba que mi amigo se había mudado un par de meses atrás y los recibos con su nuevo domicilio no estaban a su nombre. “Con ese nombre no se le puede facturar”, dejó caer la chica. “No está a mi nombre porque rento”. “Entonces necesito su contrato de arrendamiento”. Mi amigo, que había temido que fuera necesario, lo llevaba en original y copia. Se lo revisaron con lupa. La factura podría salir, aceptó la incansable corregidora. Pero las placas no. “Hace falta un recibo o saldo bancario a su nombre pero con la dirección nueva”. Mi amigo no había hecho el cambio aún. Sus placas, le dictaminaron con oscura satisfacción, saldrían para su anterior domicilio y allí sería entregada su tarjeta de circulación. “Ojalá se lleve con los nuevos inquilinos porque muchas se las roban”, concluyó la muchacha.

Total: mi amigo pagó un dineral para que lo maltrataran, desdeñaran y le pusieran obstáculos. Yo, por eso, ni manejo.

Tapatío

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