Miércoles, 06 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Roberto Medina

¿A cuánto la boleada?

Parecía una labor dominada por los hombres, pero en el oficio de bolear zapatos también hay manos de mujer

Por: EL INFORMADOR

Trinidad le pasa el trapo a los zapatos del joven, hasta que éstos rechinan.  /

Trinidad le pasa el trapo a los zapatos del joven, hasta que éstos rechinan. /

GUADALAJARA, JALISCO (06/ENE/2013).- Al final, el joven verá cómo sus zapatos quedan limpios. Impecables. Casi como para verse reflejado en ellos. Caminará mirándolos cada vez que puede, cuidando que ni una pizca de tierra se pose encima.

Sabe que tarde o temprano volverán a ensuciarse. Tarde o temprano quedarán como estaban 10 minutos antes. Tarde o temprano deberá regresar a la Plaza de la Liberación para que la señora Trinidad haga lo que mejor sabe: que los zapatos terminen rechinando de limpios.

Hace 30 años que practica el oficio. Comenzó en la misma plaza cuando tenía 17 años, y desde entonces ha pasado el cepillo por miles de zapatos casi de manera ininterrumpida. Si acaso se ha retirado dos o tres años para probar otros negocios; al final, es víctima de su gusto por el oficio y regresa a él, como el mujeriego que sabe que siempre habrá alguien esperándole en casa.

Sí, es mujer y es bolera. En un negocio en el que parece que imperan los hombres, ella defiende el papel de las mujeres. Ni nuevo ni novedoso. Justo a un lado de ella, su hermana atiende a otro cliente que hojea el periódico mientras le pasan un trapo por el calzado.

En la esquina de la Plaza de la Liberación en la que están Trinidad y su hermana, que es la que está en dirección de la Plaza de Armas, hay además otra mujer que espera clientes; a dos cuadras de ahí, sobre Liceo, antes de llegar a la Avenida Juárez, hay otras dos señoras con el mismo negocio.

Antes del mediodía, el joven llega al lugar de Trinidad. En ese momento atiende a un señor al que trata con la confianza que sólo merecen los clientes frecuentes.

— ¿A cuánto la boleada?

— A 25 pesos.

El joven espera. El señor baja de la estructura de metal sobre la que está colocada una silla, saca unas monedas y le paga el servicio a Trinidad. “Súbase, joven” es la indicación para que éste trepe dos escalones y se siente en la silla que acaba de quedar desocupada.

Lo primero que hace Trinidad es subir el pantalón del cliente en ambas piernas, hasta que los calcetines queden al descubierto. Después, introduce dos plásticos duros entre el pie y el zapato, que tienen la función de proteger tanto a los calcetines como a la piel de cualquier mancha indeseable.

Bolea y platica. Bolea y platica. Bolea y platica. Bolea y le dice a su hijo que vende fresas con crema chantilly que se haga para atrás porque le está estorbando. Bolea y le dice a una mujer que está cerca que hoy le hizo de desayunar a su hijo, mientras éste le contesta que hasta el agua se le quema. Bolea y le dice que sí, que el agua se le quema, pero bien que cuando hace tostadas de pierna se come hasta 20.

El joven observa. Trinidad pasa el cepillo de una mano a otra, como el rockstar que maniobra con el micrófono sin que se le caiga al suelo. Pasa la grasa por el calzado haciendo movimientos circulares, como el maestro Miyagi lo habría deseado.

— ¿Usted siempre está aquí?

— Los 365 días del año, desde hace 30 años.

— Por aquí no es muy normal que una mujer se dedique a bolear…

—¡Cómo no! Ahí hay una, en aquel puesto hay otra, ahí hay una señora, —para este momento, Trinidad ya señaló hacia todas las direcciones de la plaza— allá hay otra de aquel lado.

Normalmente, Trinidad comienza la jornada a las 08:00 horas. Últimamente lo hace una hora más tarde, porque sus clientes ocasionales están de vacaciones. En esos 30 años ha visto a mucha gente dedicándose a lo mismo; algunos ya murieron y otros se fueron porque decían que no es negocio. Lo que no entendieron, dice Trinidad mientras pasa el trapo de un lado a otro, es que es un trabajo de muchas horas; ella le dedica 12 o 13 al día y apenas sale para el gasto.

...

Sobre la calle Liceo, antes de llegar a la Avenida Juárez, Gabriela está sentada en un banco. Toma el celular entre las manos y elige la próxima canción que escuchará. Un auricular se sostiene en su oído izquierdo, mientras el otro cuelga en el aire.

Son casi las 16:00 horas y en toda la cuadra, donde hay unos siete boleros, no hay clientes. Producto de la época: mientras Gabriela está acostumbrada a ganar 500 pesos diarios, en estos días consigue alrededor de 100.

Se levanta del banco y atiende a un cliente que se sube a la silla. Ella piensa que seguramente será el último del día, pero en unos minutos llegará otro más. Comienza su jornada laboral a las 06:00 horas y siempre pretende desocuparse antes de las 16:00 horas.

— ¿Alguien más en tu familia se dedica a esto?

— Sí, mi papá, mi tío y mi hermano. Están de aquí pa’ allá.

Los tres lugares que preceden al de Gabriela son de su familia. Ella dice sonriendo que es su monopolio, que si Carlos Slim puede, ¿por qué ellos no?

Comenzó a cobrar por limpiar zapatos cuando tenía 14 años. Aprendió el oficio al observar a su padre, quien desde hace 15 años se gana la vida con grasa, cepillo y trapo. Ahora Gabriela tiene 20 años y está por terminar la preparatoria abierta. Aunque dice que su trabajo no tiene nada de malo, le gustaría entrar a la universidad y prepararse para ser veterinaria. Hay que salir adelante y entiende que el estudio es una manera de hacerlo.

Termina ese servicio e inmediatamente atiende al señor que llegó unos minutos atrás. Ha de hacer bien su trabajo, porque teniendo a otros seis boleros desocupados, el señor —quien la saluda con familiaridad— prefirió esperar a que ella terminará. Cuando Gabriela acabe de limpiar ese par de zapatos, quizá podrá irse a su casa. Con lo que gana le ajusta para vivir sola, situación que le agrada porque ya no tiene que rendirle cuentas a nadie. Antes, sus familiares le reclamaban si no se presentaba a trabajar o si no conseguía cierta cantidad de dinero al día. Ahora, sólo le llaman si dura muchos días sin presentarse; en tales casos ella dice que está de vacaciones, y fin del asunto. Una rebanada grande de libertad a cambio de ensuciarse las manos.

...

Trinidad le sigue pasando el trapo a los zapatos del joven, hasta que éstos rechinan. Ella aprendió el oficio sola. En su familia, nadie antes que ella se dedicó a bolear. Desde el principio, cuando limpiaba los primeros zapatos, lo hizo en Guadalajara, aunque es originaria de Villahermosa Tabasco. Está aquí porque “te casas y te traen y te llevan pa’ acá y pa’ allá”.

Para los clientes, variedad. Lo barato es la boleada de zapatos, porque tiene servicio hasta de 100 pesos, pues también se encarga de arreglar gamuza y de ponerle color a lo descolorido.

Listo. El joven baja de la estructura de metal. Saca el billete de la cartera y obliga a que Trinidad consiga cambio con sus colegas. Se despide y camina por la Plaza de la Liberación. Lleva los zapatos impecables. Casi podría reflejarse en ellos. Cuida que no se le ensucien, pero bien sabe que tarde o temprano quedarán como estaban hace 10 minutos.

Trinidad unta la grasa por el calzado haciendo movimientos circulares, como el maestro Miyagi lo habría deseado.

EL DATO

¿Un oficio en agonía?

El lustrar zapatos es un oficio de antaño, uno de esos que en momentos se piensa que está en peligro de extinción, en una agonía prolongada. A principio de los noventa era común ver a los hombres con zapatos aptos para lustrarse, no era común que usaran tenis. El giro ha sido radical, ahora al mantener la vista al ras del piso se puede ver el porqué de la agonía del negocio de bolear zapatos.

Tapatío

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