Sus sombras nos cubren cuando recorremos la ciudad. Se yerguen sobre las avenidas, y sus ramas se entrelazan sin llegar a tocarse nunca, en un contacto que les imposibilita la naturaleza. Pero algunos, muchos metros por debajo de la tierra, se comunican a través de sus raíces, en un complejo sistema que los humanos, más rudimentarios, no llegaremos a comprender nunca. Dejan sobre el asfalto tapices de flores pisoteadas, cuyos pétalos y hojas se desbordan por las calles y las alcantarillas cuando llegan las lluvias. A veces ni siquiera los vemos; los damos por hecho, aseguramos su presencia, y de pronto los añoramos con sus hálitos de verano cuando un sol repentino nos sofoca desde las banquetas desiertas. Sus copas son nuestro refugio cuando nos recostamos sobre los pastos. Hablan en un idioma desconocido, y solo perceptible cuando entre sus hojas murmura el viento. Al secarse, arañan la melancolía con sus ramajes sin flores, como centinelas aletargados, testigos invisibles de todos los veranos en los que reímos. Los árboles. Guadalajara está llena de árboles. En los camellones de Chapultepec, en Hidalgo, en el paseo Alcalde. Los árboles robustos y viejos del Agua Azul; los gigantescos árboles de hule que botan las baquetas en la colonia Americana; los coloridos árboles que encandilan el cielo con sus flores de amarillo intenso. Los árboles tristes del Periférico, ahogados en muérdago. Los pinos solemnes y melancólicos de los Colomos, los árboles cada vez más escasos de la Primavera y el Nixticuil. La urbanización nos ha llevado a creer que los árboles estorban, que están de más, y bajo esa lógica Guadalajara ha perdido cientos de sus árboles, para sustituirlos por edificios enormes que cada vez se esparcen más y más como una plaga virulenta. Son edificios que dan sombra, pero que no refrescan; no brindan oxígeno sino que nos lo quitan, y de ningún modo suscitan la curiosidad de los pájaros. Guadalajara es una ciudad de árboles, pero cada vez con menos árboles. Tiene el reconocimiento extraño de ser una ciudad-árbol -aunque esto en la práctica es más bien una distinción ornamental-, porque cada año Guadalajara quema a sus árboles sin mucha consideración, como en los bosques de la Primavera y el Nixticuil, en cuyos pastos, donde alguna vez hubo árboles centenarios, las inmobiliarias voraces edifican condominios, fraccionamientos y departamentos con el beneplácito mismo de la ciudad-árbol.Los árboles, entonces, también son estratégicos, pues el gobierno los cuida donde deben de cuidarse: en sitios turísticos, camellones populares, y andadores que fascinan a los extranjeros. Los árboles. Basta con que florezcan una sola vez en 365 días para desordenar los corazones de los tapatíos. Y año con año tomamos las mismas fotografías, leemos las mismas notas periodísticas, los observamos en un instante de tregua en medio de lo cotidiano, porque los árboles no dejarán de fascinarnos nunca. Muchos de los árboles que consideramos tapatíos no son oriundos de estas tierras. Más aún: algunos ni siquiera son mexicanos, pero por derecho se han ganado un lugar indiscutible en la lógica de Guadalajara.Aquí una breve guía de los árboles que a diario vemos, sonreímos y suspiramos cuando caminamos la ciudad. Nota: muchos -si no todos- los árboles aquí descritos ya no florecen en las épocas correspondientes que les adjudicó el hombre; algunos ya muestran sus racimos floridos incluso desde diciembre, en las primaveras anticipadas que ha ocasionado el cambio climático. Si es el caso, se le señalará *Con información de Gobierno de México, Universidad de Guadalajara, e ITESO.