Lunes, 25 de Noviembre 2024
México | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

A veces no es buena idea releer lo que de repente sale al paso en algún librero

Por: EL INFORMADOR

María Palomar.  /

María Palomar. /

A veces no es buena idea releer lo que de repente sale al paso en algún librero. Aunque sin duda debe figurar entre lo escrito por viajeros a tierras jaliscienses, la pequeña crónica de Salvador Novo titulada Jalisco-Michoacán (que en tiempos de Rivera Aceves publicó la Secretaría de Cultura) es tan desabrida y poco interesante como lo fue para el autor la forzada excursión en que tuvo que participar con “el licenciado” (su patrón Narciso Bassols, secretario de Educación Pública de Abelardo Rodríguez).

Novo ya había acompañado a Bassols a Aguascalientes, pero logró escaparse de ir a la sierra de Puebla, Oaxaca y Guerrero: no lo dice así, pero resulta evidente que ya no pudo zafarse del periplo a Jalisco y  Michoacán.

Del 29 de septiembre al 10 de octubre de 1933 el secretario y su séquito recorrieron literalmente a matacaballo (Novo jamás había montado) treintaitantos pueblos: Bassols mostraba una desaforada pasión de apersonarse en la mayor cantidad posible de escuelas, probablemente para cerciorarse de que la educación iba por estrictos cauces socialistas y el pueblo jamás, pero jamás de los jamases, volvería al oscurantismo porfirista ni a caer en las garras de la reacción.

Para eso se rodeaba de una numerosa y lucida cohorte de lo más granado del arte y la intelectualidad de allá del olimpo capitalino.

Bueno, pues podría pensarse que la compañía de Roberto Montenegro o Rufino Tamayo habría dado cierto interés al viaje, pero a Novo nada le pudo quitar la pesadumbre de andar por esos caminos sin ley hecho una facha: “Yo no tengo sino la ropa que se usa en la ciudad... en consecuencia, fui a este viaje con un traje cruzado de bazos (sic), un sombrero y mi gabardina”.

Dada la indumentaria, por lo menos en el par de días que pasaron en Guadalajara podría no haberse sentido tan desdichado. Pero sí, porque llegó con mala conciencia: “me guardan un pequeño rencor por cierta breve nota sobre las torres de su catedral...” escrita cuatro años antes.

La dicha “nota” es otro articulito sin chiste (que la edición de la Secretaría de Cultura reproduce al final).

Pero no menciona el soneto con que había ofendido al grupo de Bandera de Provincias (aunque sí vuelve a descalificarlos: “Hace tres años todos estos jóvenes iniciaron en su provincia la publicación de una revista que no les dio a estimar en México”).

Vaya: ni siquiera la tertulia de Ixca Farías en el museo es capaz de evocar con gracia, ni manifiesta ninguna apreciación estética por el Hospicio Cabañas (“laberinto de arcos y patios llenos de silencio, limpios, muertos”) donde Tamayo, de quien se burla, expresa gran alboroto ante tanta pared que pintar.

Ni siquiera el buen prólogo de Emmanuel Carballo logra evitar que el lector quede con la impresión de una crónica forzada sobre un viaje forzoso en la que el escritor se muestra incapaz de la mínima simpatía por los lugares o la gente.

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