Viernes, 29 de Noviembre 2024
México | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

Curioso que haya quienes pueden sobrevivir sin un almanaque

Por: EL INFORMADOR

Quienes se hayan asomado a los documentos del ramo Inquisición del Archivo General de la Nación, habrán visto que a lo largo de los años se repetían ciertos trámites más o menos de cajón: los libreros tenían la obligación (que no siempre cumplían) de presentar anualmente el listado de las obras que imprimían o vendían. También los autores que pretendían que se imprimiera una obra suya debían pedir el nihil obstat del Santo Oficio. Entre ellos estaban los que componían calendarios con pronósticos meteorológicos y otros datos e informaciones. Por ejemplo, en el volumen 670, expediente 69, año de 1692, se lee que “pide permiso para imprimir su pronóstico de temporales del año de 1693 don Carlos de Sigüenza y Góngora. Acompaña el pronóstico y almanaque”.

A lo largo de por lo menos las dos últimas décadas del siglo XVII, el Cosmógrafo Real don Carlos de Sigüenza, catedrático de matemáticas y astrología de la Real y Pontificia Universidad de México, aparece como autor de almanaques, con los que seguramente suplementaba sus siempre magros ingresos de docente y capellán. El hecho de que el más distinguido hombre de ciencia de la época se haya ocupado de ese menester también da una idea de la importancia que tales publicaciones tenían para sus contemporáneos, y muy en particular para la gente del campo que siempre ha dependido de los vaivenes de la naturaleza. Por eso se llamaban “pronósticos de temporales”, y también “lunarios”. El interés de los señores del Santo Oficio por estas obritas estribaba en que los autores no fueran a brincarse la tenue frontera entre los pronósticos meteorológicos (lo que se clasificaba como “astrología natural”) y las predicciones de sucesos de otro orden (“astrología judiciaria”). Es decir, se valía anunciar por ejemplo que la Luna menguante en piscis en tal fecha probablemente traería fuertes tormentas en el Valle de México, pero no que la canícula anunciaba desgracias y sublevaciones, o la muerte del rey.

En Guadalajara en el siglo XIX don Dionisio Rodríguez, gran filántropo y benemérito del Estado de cuyo nacimiento se celebra este año el bicentenario, comenzó a imprimir en 1868 el tradicional Calendario de Rodríguez, que por alguna absurda, inexplicable razón dejó de publicarse luego de más de 100 años, probablemente a principios de la década de 1980. Con su invariable portada rosa-anaranjada, el calendario, “arreglado al meridiano de Guadalajara”, tuvo en el siglo XX como su más ilustre colaborador al padre Severo Díaz, el científico sayulense digno heredero de Sigüenza.

Por fortuna sobrevive el hermano mayor del Calendario de Rodríguez: el Calendario del más antiguo Galván, decano de los almanaques de las Américas, fundado en 1826 en México por don Mariano Galván Rivera. Aunque esté hecho para la capital (ni modo: los tapatíos no nos hacemos ya el nuestro), sigue siendo una maravilla enterarse del santoral completito día con día, las fases de la Luna y demás fenómenos astronómicos, las temperaturas probables para distintas poblaciones de la República, los “días óptimos para la siembra” y, sobre todo, una estupenda tabla (que también tenía el Rodríguez) donde se informa que “se numeran desde la creación del mundo, según el Martirologio, siete mil 209 años; del diluvio universal, cuatro mil 967; de la primera Olimpiada, dos mil 785; del arreglo del calendario por Julio César, dos mil 051”...

Curioso que haya quienes pueden sobrevivir sin un almanaque.

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