Recuerdos cálidos

La sabiduría de la Naturaleza y sus maneras extrañas han sido inspiración para artistas, místicos y predicadores de todos los tiempos. Desde sus paisajes maravillosos, hasta sus manifestaciones homicidas aterradoras, la Naturaleza siempre nos deja creer que poco a poco la entendemos más. Luego sorprende con nuevas realidades que nos desnudan las creencias.

Pero quienes piensan que entronizar arbolitos en momentos de euforia emocional es el sentido de una auténtica convicción conservacionista, no pueden estar más equivocados. Más bien muestran un cursi desconocimiento fundamental sobre la realidad de su relación con los demás seres vivos, cuyo mundo comparten.

Que los bosques se quemen es quizás la realidad ambiental más desconcertante que hay entre los ambiciosos de la conservación natural. Esos paisajes verdes que siempre evocan el misterio de la creación, no son otra cosa que ecosistemas que secuestran y encierran en sus cuerpos orgánicos el calor capturado de la luz del Sol día tras día, año tras año. La fotosíntesis de las inofensivas hojas verdes es la recolección del fuego solar depositado en la materia viva. Cada célula de un ser viviente lo es en virtud de la combustión controlada de energía solar domesticada a su interior. Viviendo, somos fuego cósmico acumulándose. Cuando esa fuerza es abruptamente liberada, entonces se desata con verdad infernal.

Esta semana se cumplen cinco años desde aquella contingencia ambiental que alcanzó los mayores niveles de contaminación atmosférica experimentados en nuestra ciudad. Muchas veces por encima del nivel máximo permitido. Fue cuando el Bosque La Primavera sufrió su peor incendio registrado. Nos mostró que todo ser alberga la fuerza de su contrario. Su riqueza natural se tornó maldad del aire y el pulmón verde de la ciudad se volvió el terror asfixiante para sus habitantes. Aquella realidad del bosque nos forzó a llorar y llorar.

Como parte normal del ciclo de los ecosistemas, el incendio forestal es un evento natural que salvajemente libera nutrientes para el suelo y elimina plagas y enfermedades que se arraigan y debilitan el vigor de la comunidad biológica. Despiadadamente, el fuego forestal casi destruye toda una generación para dejar paso a la siguiente regeneración. Las cenizas de los que se van abonan el suelo de sus retoños. Todo guardabosque, en el fondo, sabe que la protección que ejerce es una bomba de tiempo. Entre más espanta el fuego, más se acumula la fuerza de la condena infernal futura. Una buena intención, cuyo mal nomás prorroga.

Quienes olvidan su pasado están condenados a repetirlo. Ahora más que nunca la sociedad metropolitana debemos volver a interesarnos por lo que pasa con nuestro Bosque La Primavera y reconocer que es un riquísimo patrimonio natural y espacio para disfrutar, gozar, querer, proteger, visitar, aprender y madurarnos como ciudad. El incendio de aquella semana fue una llamada de atención que no debemos olvidar.

A los árboles del bosque hay que protegerlos en vida, no ya muertos. Una vez pasada la catástrofe (que en griego significa comerse lo bello), lo mejor que se puede hacer es no estorbar el proceso natural de regeneración y solamente apoyar lo que la Naturaleza ya sabe hacer por sí sola: emerger de las cenizas.

Lamentable y criminalmente la mayoría de los incendios forestales en México no son de origen natural, sino de la mano del hombre, ya sea por accidente, descuido o intención. La gran mayoría de los fuegos destructores de la riqueza natural del campo mexicano inician con la avaricia de una mano humana, cuyo propósito generalmente es ganar terreno para sí.