Viernes, 29 de Noviembre 2024
Jalisco | Al revés volteado por Norberto Álvarez Romo

Ninguno entre muchos jefes

La civilización empieza cuando hay escritura, y ésta se da donde las sociedades humanas se vuelven sedentarias; donde levantan ciudades

Por: EL INFORMADOR

Una de las verdades humanas (tan antigua como la historia misma) revela que para que una sociedad sea civilizada, debe tener claramente escrito el conjunto de reglas básicas que rigen la organización, la convivencia y el comportamiento de sus personas. A modo explícito, todas las civilizaciones esbozan su canon ético. Cada cual según las condiciones y circunstancias que le ha tocado sobrevivir y apreciar. El respeto a ello es la medida de su éxito. La civilización empieza cuando hay escritura, y ésta se da donde las sociedades humanas se vuelven sedentarias; donde levantan ciudades.

La ética de la convivencia, el intercambio de mercancías y los cuentos de sus ancestros son los temas encontrados entre los más antiguos manuscritos rayados sobre unas tablas de arcilla. Luego aparecen relatos de sus conflictos decisivos: la guerra y su anverso, la política.

Desde sus inicios, las ciudades luchan por allegarse cada vez más de recursos económicos, sean éstos naturales, comerciales o intelectuales. Aquellas que se organizan bien para ello, perduran. Las que no, salpican los paisajes con sus ruinas y algunos recuerdos. En México conocemos bien este fenómeno, tanto en su versión precolombina como actual.

Para que una ciudad lo sea, es necesario que tenga bien establecida su autoridad (como los ejércitos que de ellas emanaron para protegerlas) y un sentido concertado que orienta sus diversas voluntades. Son principios ineludibles de toda administración responsable: unidad de mando y de dirección. Sin ello se disuelven en el caos. Cuando el liderazgo se desvanece, lo hacen también el cuerpo social y el ánimo ciudadano.

Todas las principales ciudades de México viven una condición desvalida, en virtud de que la legislación mexicana no contempla ni los principios clásicos aprendidos de la historia de las ciudades, ni la realidad cotidiana de las caóticas conurbaciones que sufren.

Se calcula que la población total de las 56 zonas metropolitanas oficialmente declaradas en el país es de 58 millones de habitantes. Significa que la mayoría de los mexicanos vivimos en condiciones acéfalas, localmente. En Guadalajara, por ejemplo, el problema no sólo es la falta de cabeza al timón, sino la multitud de manos que luchan por girarlo hacía la propia casa.

Al modo políticamente correcto, las áreas metropolitanas de México han sido tradicionalmente descritas como “el grupo de municipios que interactúan entre sí, usualmente alrededor de una ciudad principal”. La verdad incómoda es que nuestra metrópoli no tiene una cabeza. No tiene un alcalde, sino que tiene ocho. Siempre donde hay muchos jefes, no hay ninguno. Por más primitiva que sea una tribu, hasta allí aplica el principio básico de organización. Nuestro llamado Consejo Metropolitano es una vasija llena de hoyos que no alcanza para retener todas las voluntades escurridizas que pretende congregar.

Para las fuerzas caóticas que reinan en nuestra ciudad, no es necesario dividir para conquistar a los munícipes metropolitanos. Ya lo están. Divididos y conquistados desde el primer día que llega cada ola de nuevas administraciones municipales.

Quienes estudian la evolución de las sociedades humanas reconocen que el estado previo al nivel de ciudad es el de los “jefes caciques”. Así, más que funcionar como ciudad, nuestro territorio marcha al tambor de los clanes que habitan en y alrededor del Valle de Atemajac.

Hace 470 años el emperador Carlos V otorgó la investidura de Ciudad a Guadalajara. Hoy día todavía figura simbólicamente por ahí el escudo de armas, pero realmente no hay quien lo pueda portar en su integridad. A todos les queda demasiado grande.

nar@megared.net.mx

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