Martes, 26 de Noviembre 2024
Jalisco | Al revés volteado por Noberto Álvarez Romo

La vida pública

La felicidad de las personas está amedrentada por las condiciones deplorables de los espacios y los servicios públicos

Por: EL INFORMADOR

La vida pública no es eso, sino la vida que todos compartimos en los espacios comunes. La vida pública nos empieza al abrir la puerta de nuestra casa, al pisar la banqueta, al tomar la calle. Parece que lo obvio se olvida fácilmente: la vida pública es la contraparte de la vida privada. Agréguele vida interior (si la hay) y juntas suman el total de la vida de cada quien.

Entonces, la calidad de la vida pública está dada por la calidad del ambiente de los espacios en que ocurre y la naturaleza de los vínculos que se tienen entre las personas ahí. Así resulta que, al salir de casa, las banquetas son nuestra primera incorporación al ámbito público; de allí la calle y luego los demás espacios abiertos. Aquello que lo hace público es que allí nos encontramos con los demás, todos compartiendo las mismas vías y los lugares de estar.

La calidad de la vida pública se forma en la condición de esas banquetas (que abundan agrietadas, disparejas, invadidas y llenas de postes); en las calles (llenas de baches y agredidas por vehículos autistas, majaderos), y por las telarañas de cableados colgantes (que amenazan aprisionarnos); en los parques (tristes y carentes del afecto jardinero); en las plazas (anárquicamente invadidas por ambulantes ventajosos); en las fachadas (grafitiadas que desfiguran el rostro hogareño); en la basura esparcida por transeúntes apáticos; en los humos y polvos que vician el aire, los pulmones, la salud.
En los cuantiosos anuncios, olores y ruidos.

Quienes han estudiado la condición de las sociedades urbanas modernas han encontrado que la felicidad de las personas está amedrentada por las condiciones deplorables de los espacios y los servicios públicos. Han encontrado que en la gama de actividades que afectan la felicidad de lo más positivamente a lo más negativo está, en el extremo positivo, la intimidad del hogar; y en el extremo negativo, la experiencia de desplazarse usando las vías y los servicios de transporte públicos.

Si el sentido de la vida es vivirla felizmente, entonces a los habitantes de la metrópoli nos falta evidentemente algo que enderece aquello que no estamos haciendo bien para el bien común. Nos está fallando el sentido de comunidad. Sin embargo, automáticamente suponemos, complacientemente, que ésa es responsabilidad de los funcionarios públicos y entonces nos resignamos, con brazos cruzados, a que otros se encarguen de los asuntos de todos.

En el transcurso de los últimos meses ha crecido significativamente el tono de las críticas y quejumbrosas advertencias entre la mayoría de los analistas comentaristas del ámbito político mexicano. Insisten, interminablemente, que la vida pública está hecha un desgarriate; que sus escándalos son tremendos espectáculos sin vergüenza. Que tales secretarios de Estado, en cuanto llegaron a servir, más bien se sirven echar andar las maquinarias de su candidatura siguiente. Que tal por cual munícipe, diputado, oficial o delegado nomás escudriña su siguiente escalón. Que escasea el funcionario que se dedica a su trabajo y además sea capaz de hacerlo.

Que las trifulcas sobre reformas, desafueros, acusaciones y presupuestos sólo son cortina de humo distrayendo las verdaderas escenas que acontecen tras bambalinas. Que todo es como el juego de las sillas musicales, donde el objetivo está en adueñarse de algún puesto cuando la melodía encuentre su pausado silencio. Mientras los demás se queden parados y alborotados hasta que recomienza la música. Dicen pues, que la vida pública mexicana, en pocas palabras, está pasando por sus peores momentos.

Otros, sin embargo, aseguran que la única diferencia entre éstos y otros tiempos ya pasados es que la vida pública ahora es eso, “pública”, y que anteriormente no se divulgaba tan generosamente lo que siempre ha ocurrido entre la clase política. La novedad, dicen sin perturbarse, no es que en el fondo hayan cambiado las cosas, sino que ahora los actores políticos sí tienen al público como público.

Para quienes no están en el circo ni tienen especialmente interés en seguir sus sainetes, presumir que eso es la parte pública de la vida es una aberración tan obtusa como equivocada. No hay peor confusión para el brío de una sociedad que aseverar que la vida pública es la que viven los políticos y no la gente común; o la que se muestra en la tele, la radio, los periódicos. Los medios de comunicación no son el foro público, sino solamente una de sus ventanas, así sea la más de moda.
Sí tienen razón los críticos en aclamar que la vida pública está hecha un desgarriate. Pero donde hay que empezar a arreglarla es en su lugar de origen: en la defensa de los espacios que todos compartimos; donde convivimos.

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