Martes, 26 de Noviembre 2024
Jalisco | En tres patadas, por Diego Petersen Farah

La gorda González

Liz Taylor habría acabado tan integrada a la sociedad tapatía que todos le acabaríamos diciendo la gorda González

Por: EL INFORMADOR

Diego Petersen Farah.  /

Diego Petersen Farah. /

La fascinación por los famosos es irresistible. Hay una extraña creencia que un famoso es distinto. Pero no, resulta que son iguales (a veces igualitos, pero en peor, como decía mi amiga) aunque con una condición mediática que los hace verse diferentes; a veces hasta se parecen al que sale en la tele o en el cine. El paso de Liz Taylor por Guadalajara provocó esa fascinación. El simple hecho de saber que la actriz iba a pisar Guadalajara ponía a la ciudad de cabeza. La historia es más o menos así, o más bien, así es como me la sé, por lo que, si fuera una medicina, esta columna debería contener en letra muy chiquita la siguiente leyenda: esta historia puede contener elementos míticos y generar reacciones secundarias. No se administre a personas alérgicas a la superficialidad ni a mayores de 75 años que pueden sufrir ataques de envidia. Si las molestias persisten, tómese un tequila.

Un abogado tapatío tenía un cliente estadounidense. Un buen día, el gringo se murió, como lo hacen todos los mortales. El abogado tapatío fue al velorio de su cliente y, como es la costumbre de aquel lado, los amigos y conocidos hicieron un panegírico, o sea, un rollo para hablar bien del muerto. Al oír el discurso del abogado, en bastante buen inglés, Liz Taylor, amiga del occiso, preguntó quién era el susodicho desconocido que hablaba tan bonito (lo cual demuestra, una vez más, que rollo mata carita).

Unas semanas después, el abogado apareció en una fiesta del Country acompañado por la mismísima Liz Taylor. Ninguno de los dos era joven, pero la Taylor seguía siendo la Taylor. Ya no tenía el cuerpo que a los veintitantos la hizo la mujer más bella del mundo, pero sus tres grandes atractivos seguían intactos: la cara, sus ojos color violeta y su fama. Aunque muchos no lo dicen en voz alta, todos se murieron de envidia y hablaron del tema por meses.

A cierta edad, el amor puede ser una enfermedad catastrófica, pero en este caso el romance duró más de lo esperado. Durante casi tres años el abogado tapatío fue portada de revistas del corazón, comidilla de las columnas de chismes, víctima de los paparazzi y objeto de todo tipo de exageraciones. Lo retrataron con la Taylor en la Muralla China, y a su casa de Chapala le hicieron los mayores trucos fotográficos conocidos en aquella época para que pareciera una mansión digna de Liz Taylor. Nada fue suficiente. El amor duró lo que tenía que durar. El promedio de noviazgos de la Taylor era más o menos tres años: con Conrad Hilton Jr. duró uno; con Michael Widding, cinco; a Michael Todd lo despachó rápido, pero a otra vida; Eddie Fisher aguantó menos de cinco; con Richard Burton duró 10 años en la primera vuelta y uno en el segundo intento; con John William Warner, seis; con Larry Fortensky, cinco. Con el abogado tapatío nunca se casó, fue tan solo un romance de tres años a principios de los ochenta. Cuando se corrió el rumor de que Liz lo había dejado, otro abogado dijo: “Qué bueno porque si esto dura unos meses más, la hermosísima Liz Taylor habría acabado tan integrada a la sociedad tapatía que todos le acabaríamos diciendo la gorda González, y esos ojos no se merecían tal rebaja”.

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