Miércoles, 27 de Noviembre 2024
Jalisco | Por Juan Palomar Verea

La ciudad y los días

¿Ciudad o escaparate?

Por: EL INFORMADOR

Mucho se ha escrito sobre la mediatización de la ciudad contemporánea. No ver la ciudad, sino las representaciones que a tal o cual actor le conviene que se vean de ella. Simple: los anuncios.

Por sí mismos, los anuncios aspiran a ser omnipresentes, quisieran acaparar la atención y el consumo de lo que anuncian a todas horas y para toda la gente.

Por eso son una plaga cuando no se les controla eficazmente. La cada vez más extendida costumbre de lo que se denomina vagamente como “lo visual” inunda ámbitos urbanos y rurales. El imperio de la imagen, impuesto a través del método más cavernario: más veces, más grande, más aparatoso.

El ojo humano es un instrumento de alta precisión. Es capaz de distinguir matices y formas a diferentes distancias y de transmitir esa información al cerebro instantáneamente. El arte visual de todos los tiempos se basa en esta cualidad. En la penumbra de un museo, en un lienzo de reducidas dimensiones, el ojo es capaz de distinguir y apreciar las finísimas pinceladas de Rembrandt. O en el campo: dentro de la magnificencia circundante, el ojo discrimina una particular luz, un relieve inesperado.

Lo menos que puede hacer una ciudad es respetar las percepciones que ella ofrece a quienes la observan. Así sucede en todas las buenas ciudades y pueblos del mundo. La comunidad reconoce su propia dignidad en el cuidado con que sus entornos se presentan. Hay que repetirlo una y otra vez: la publicidad inadecuada tiene costos muy onerosos para todos. Sobaja y humilla la prestancia de ámbitos construidos que han sido fruto de diferentes generaciones, que dependen de humildes y esforzados trabajos cotidianos. Pero ¿qué sentido tiene barrer la calle y mantener la fachada decente, cuando aparecen sendos monstruos en las esquinas portando anuncios de colorines chillones y acabando con la escala del contexto?

Un ejemplo, entre tantos: las librerías son (o deberían ser), por esencia, núcleos divulgadores de cultura, puntos fuertes para afianzar la civilidad y las buenas maneras urbanas. Sus vitrinas han sido por mucho tiempo módicos escaparates en los que el transeúnte puede distinguir la oferta de libros desplegada, ubicar alguno que le interese, enterarse de la aparición de otros. Pues viene sucediendo, por lo menos en un conspicuo caso, que los vidrios de la librería no dejan ya considerar los libros, sino que se convierten en grotescas carteleras destinadas a llamar la atención no tanto del peatón –siempre menospreciado– sino de la gente que pasa en coche.
Y, a mayor distancia, mayor “contundencia” del reclamo.

La banqueta pierde así habitabilidad, la ciudad pierde un poco más de respeto. Más fácil sería imaginar –que no de justificar– esto de una tienda de colchones; pero, ¿de una librería? El falso imperio del golpe visual indiscriminado sigue avanzando. Es importante resistir, defenderse: de estas aparentemente pequeñas acciones por el decoro están constituidas las ciudades civilizadas.

jpalomar@informador.com.mx

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