Jalisco | El primer Estado que tuvo un edificio que aplicara un régimen penitenciario en México fue Jalisco Indulto o muerte… La polémica por la pena capital En 1857, la pena de muerte se abolió en estados con régimen penitenciario. Jalisco pudo prohibir ésta a no ser por la abierta contradicción que existía con el Código Penal de 1885 que sí la permitía Por: EL INFORMADOR 15 de diciembre de 2008 - 10:31 hs GUADALAJARA, JALISCO.- La polémica que se viene presentando actualmente en México acerca de la pena de muerte no es nada nueva ya que ésta se remonta al menos al siglo XIX, y su abolición tuvo un eco especial a partir de la Constitución Política de 1857, la cual estipuló que para llevarla a cabo era necesario establecer un régimen penitenciario. Mientras eso no fuera así, la pena capital se reservaba para los traidores a la Patria en guerra extranjera, al salteador de camino, al incendiario, al parricida, “al homicida con alevosía, premeditación o ventaja, a los delitos graves del orden militar y a los de la piratería; por otra parte, quedó abolida para los delitos políticos”, de acuerdo con la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada y jurada por el Congreso General, el 5 de mayo de 1857. El primer Estado que tuvo un edificio que aplicara un régimen penitenciario en México fue Jalisco. Entre 1843 y 1845 inició su construcción, aunque por distintas razones fue terminado hasta 1875 y su más antiguo reglamento data de 1867. La penitenciaría llegó a ser conocida popularmente, entre otros nombres, como la “Escobedo”, por el apellido de su fundador, el ex gobernador Antonio Escobedo, y como la “Casa Colorada”, por el color de sus muros exteriores. Con el edificio penitenciario y la puesta en vigor de sus diversos reglamentos como propios de una prisión moderna, se sustituyó el suplicio que caracterizó al antiguo régimen por el encierro como forma de penitencia y rehabilitación de los criminales, lo cual debió significar la abolición del castigo último; sin embargo, esto no ocurrió del todo, creándose una situación ambigua que llegó a involucrar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que en ocasiones amparaba a los sentenciados a este castigo, argumentando que ya existía el régimen penitenciario, pero en otras, lo rechazaba al afirmar que en la penitenciaría estatal no existía tal régimen. Otra situación contradictoria estaba establecida en el Código Penal de Jalisco de agosto de 1885, el cual consideró en su artículo 143 la pena capital como “la simple privación de la vida, y no podrá agravarse con circunstancia alguna que aumente los padecimientos del reo, antes o en el acto de verificarse la ejecución”. En el artículo 144 también especificó que dicha pena no podía “aplicarse a las mujeres, ni a los varones que hayan cumplido setenta años”. Los delitos que se castigaban con esta pena eran algunos de los correspondientes a los clasificados como “delitos contra las personas cometidos por particulares”: los robos cuando se ejecutaban en camino público y se cometía homicidio, se violaba a una persona, se le daba tormento o se le hacía cualquier tipo de violencia que provocaba una lesión, los homicidios calificados, el parricidio intencional y el plagio (Ibídem pp. 119-146). Evidentemente existía una abierta oposición entre lo que obligaba la Carta Magna de 1857 y lo que normaba el Código Penal de Jalisco de 1885. Del buen uso del criminal y su ejecución En uno de los textos coleccionados en el libro “La vida de los hombres infames”, Michel Foucault se pregunta: “¿Qué hacer con el criminal el día de la audiencia?”, pregunta que lo lleva a indagar sobre “el buen uso del criminal” y llega a la conclusión que no se castiga a un acto sino a un hombre, del criminal que tiene necesidad la prensa y la opinión pública, del que necesitan los jurados y el tribunal y que requieren para fijar la sentencia; se necesita también del criminal para ser indulgentes, comprensivos, perdonarlo o, incluso, también para matarlo: “Es menos costoso económicamente, intelectualmente más fácil, más gratificante para los jueces y para la opinión pública, más razonable a los ojos de los sabios y más satisfactorio para los apasionados de la idea de ‘comprender al hombre’, en lugar de verificar los hechos”. En el libro Antropología de la muerte, Louis-Vincent Thomas opina que “la pena de muerte es un crimen, el peor de todos, porque adopta la vestidura hipócrita de la justicia”, y que sin embargo “tiende a compensar la angustia de la muerte pues traduce un poder, el de dar la muerte, el de disponer de ella de alguna manera, y quitarle así todo carácter misterioso y trascendental”, la desnuda y, crea un “paroxismo social” semejante al que provoca la guerra, que en las audiencias “se identifica con una guerra en pequeño y a la vez con una pequeña fiesta, hay ataque y defensa, reglas de juego, ceremonial de combate, espíritu de solemnidad, gravedad y odio, un código de injurias que intensifican el aborrecimiento humano hasta hacer posible el gesto mortal”. En Jalisco se muere y se mata En el caso del Jalisco porfiriano, la muerte que podía esperar cualquier recluso manifestaba cierta diversidad: morir por enfermedad, morir asesinado por algún compañero de desgracia, ser engañado y asesinado a través de la famosa “ley fuga”, suicidarse o bien, ser objeto de la aplicación de la pena capital. La aplicación de la pena capital llegó a levantar dudas y polémicas acerca de la culpabilidad de quienes eran “pasados a la otra vida”; sin embargo, con la decisión de jurados y jueces, el castigo se llevaba a cabo hasta las últimas consecuencias (si antes no mediaba un indulto autorizado solamente por el gobernador del Estado o por la Suprema Corte de Justicia de la Nación). Dicho castigo levantó constantes críticas en diversos sectores de la sociedad jalisciense, por ejemplo, El Litigante, un periódico que se especializó en “legislación, jurisprudencia y variedades”, del que era propietario y redactor Cenobio I. Enciso. En su edición del 11 de febrero de 1891, externó su preocupación por la pena de muerte con la que no estaba de acuerdo y señaló algunas de las desventajas que los mismos defensores de esa pena estaban de acuerdo: no es divisible ya que no es susceptible ni de más ni de menos, ejemplificándolo con la ejecución de Manuel Lozada, “cuyos crímenes son innumerables, que a Medina Pérez que sólo había cometido una muerte”; no es correctiva ya que no sirve para la reforma del culpable; no es remisible o reparable, “de modo que un error judicial que produce la muerte de un inocente, no puede ser humanamente reparado”; y, “con la muerte del culpable se extingue una fuente de pruebas provenientes de las ulteriores revelaciones que el despecho, o la ingratitud de sus cómplices hubiera podido arrancarle”. Las ventajas que señalaban los defensores de la pena de muerte fueron: qué es análoga, “como cuando se castiga con ella un homicidio”. Para El Litigante, la analogía no era una cualidad esencial y necesaria en la pena, ni hay analogía en la mayoría de los casos: “En el simple homicidio no hay alevosía, premeditación ni ventaja, y la sociedad al matar a un delincuente, obra siempre mediando esas circunstancias”; suprime el poder de dañar. Y agrega: “La sociedad tiene otros medios para reducir a la impotencia a los criminales sin matarlos”. Es popular. Para El Litigante no era comprensible “lo que con esto quería decirse; a no ser que se intente expresar que el pueblo la acepta. Y esto, ¿cómo se demuestra? No hemos oído jamás ni siquiera algo parecido al crucifícalo, crucifícalo, que indicara la voluntad popular de que se ejecutara a un criminal”. También infunde terror y evita otros crímenes: “Eso de la ejemplaridad es ya tan discutible, que muchos países han abolido las ejecuciones públicas. Es seguro que la mayoría de los espectadores de una ejecución es gente honrada que no necesita ejemplos para moralizarse: los criminales que estén presentes, más bien deben creerse que sientan deseos de venganza que terror saludable. “Si la ejemplaridad fuera cierta, sería una ley constante que cuando esa pena se aplicase con rigor, dejarían de cometerse los crímenes que con ella se castigan” (Sección de Fondos Especiales de la Biblioteca Pública de Jalisco a continuación como BPEJ. SFE. El Litigante. Guadalajara, 11 de febrero de 1891, núm. 37, p. 1). Contrario a la pena de muerte, El Litigante rescató de la obra del célebre jurisconsulto español Joaquín Escriche Martín la opinión de que “dadas las fuerzas de que la sociedad dispone, no se concibe que la pena de muerte haya de ser absolutamente necesaria en ningún caso: los gobiernos pueden muy bien privar al delincuente de la facultad de dañar, sin aniquilarle. Un sistema penitenciario bien organizado, responderá victoriosamente a esa objeción” (Ibídem, p. 2). Entre los defensores más destacados de la pena de muerte en Jalisco estaba el licenciado Ignacio L. Vallarta, quien en 1894 alegó su constitucionalidad en esta Entidad. Para Vallarta no bastaba que existieran edificios a los que se hicieran llamar penitenciarías a fin de abolir la pena capital, pues de los edificios conocidos como tales (Durango, Puebla y Jalisco) ninguno lo era en realidad. En el caso de la penitenciaría de Jalisco, que conocía bastante bien por haber sido uno de sus impulsores cuando fue gobernador de la Entidad, opinaba que en “el estado de adelanto a que ese colosal edificio ha llegado, le faltan aún ciertas obras, sin las que no puede ser, no ya penitenciaría, pero ni aún siquiera cárcel segura” (BPEJ.SFE. Ignacio L. Vallarta. “Constitucionalidad de la pena de muerte” en El Litigante. Guadalajara, diciembre 17 de 1894, sin número, p. 2). A su juicio, en una penitenciaría inacabada no podía implantarse el régimen respectivo, el cual promovía la rehabilitación o regeneración de los delincuentes en ciudadanos honestos y productivos a través de la expiación en celdillas individuales y teniendo, además, como fundamentos el trabajo, la moral y la educación. Por tal razón y mientras todo se mantuviera igual en ese establecimiento, en opinión de Vallarta la pena de muerte debía continuar aplicándose. Y así fue. Mientras que en el período 1892-1912 el número de sentenciados a la pena capital sumaron un total de 43 (Archivo Histórico de Jalisco. Memorias de Gobierno del Estado de Jalisco, anexo “Penitenciaría”, periodo 1892-1912), sólo en abril de 1895 existían nueve internos a los que se debía ejecutar, aunque se encontraban pendientes del amparo o del indulto que solicitaron. Conforme al Código Penal algunos de estos internos no podían ser ejecutados porque ya habían transcurrido cinco años de la sentencia. Dura Lex ¡Hay, qué sonidos de llaves! ¡ay, qui altura de paderes! ¡ay, si en esta cárcel mi hallo la culpa son las mujeres! ¡Ay, que ruido de candados! ¡ay, que subir y bajar...! ¡ay, ya vienen los soldados que me van a jusilar! Marcelino Dávalos. Balona del Preso (fragmento). El escritor mexicano Ángel de Campo (a) “Micro”, recreó, en Dura Lex, el contexto que rodeaba la aplicación de la pena de muerte en una de las cárceles mexicanas porfirianas que bien pudo ser semejante a la que se aplicaba en la “Escobedo”: “Ya se ven los altos muros de la cárcel aterciopelada por el musgo sombrío, las ventanillas de las bartolinas y el garitón del centinela. Llegamos. Un tren especial se detiene, algunos curiosos vuelven sus miradas al edificio siniestro. Abren, se atraviesan por frente a la guardia, todo está en silencio; en una mesa hay centenares de manojos de llaves, ¡una sola valdría la libertad! Escapase un acre olor del locutorio enrejado, rastro de gente sucia que se ha reunido allí la víspera, día de visita; la luz del día se transforma, ya no es la onda de oro festiva que teñía los techos y los árboles, no; el día palidece, alumbra apenas en esos patios húmedos, en esos pasadizos angostos llenos de rejas y letreros de juzgados; de trecho en trecho parpadea la luz de un farol que se han olvidado de apagar; ni un rumor, ni un ruido que delate la presencia de esos miles de infelices que se revuelven en las galeras con la inquietud del despertar; sólo los pasos de la caravana en las baldosas que repite el eco, la tos de un empleado con bronquitis o el arrastrar de la espada de un oficial. Algunos presos acabados de levantar, presos decentes con camiseta, levantada la solapa del saco, dan los buenos días, y a lo lejos, al final de un callejón, se mira una hilera de tropa, un grupo de oficiales, paisanos que están frente a una pieza; la capilla” (Ángel de Campo. “Dura Lex” en Cosas vistas. México, El Nacional, 1894. p. 97). Ángel de Campo dejó ver en su obra, en palabras de un imaginario sargento, la preocupación de que la pena de muerte, como un castigo bárbaro, lacerara la vida de los más frágiles, plasmado de un discurso de tipo cientifista en el que el degeneracionismo, el darwinismo social o aún el positivismo criminológico, éste último con sus recurrentes dosis de atavismo, se hicieran presente en palabras del novelista: “Sólo un sargento, un tipo vulgar, parece preocupado; sí, él comprende todo lo amargo de esos minutos, al estar cerca de ese lujo de la ley social; él sabe cómo la ignorancia, las humillaciones, el hambre, como olas impuras, impelen del lecho del incesto y la mancebía a un rebaño que vive en el fango, al hombre hecho animal por la pobreza con todos los instintos del bruto, degenerado, inconsciente, que parece nacer para que se le suprima en el nombre de una ley inspirada en la barbarie, pero nunca en los principios de redención, que hacen del asesino un enfermo y un abyecto, un ejemplar más de las monstruosidades que engendra la promiscuidad de la plebe” (Ibídem, p. 99). La vindicta pública La vindicta pública, más que la defensa social, al menos en estos casos y, ejercida de manera sangrienta, se realizaba en un patio ubicado en el interior de la “Casa Colorada” y conocido con el nombre de “Los Laureles”. Este patio estaba en el Departamento de Correccionales y “tiene la forma de un triángulo irregular, formado por el espacio que dejan entre sí los ambulatorios 15 y 16 de la cárcel grande; su vértice ve al poniente, y su base, la forma el corredor de otro ambulatorio que comunica diversos departamentos. En este corredor hay varios dormitorios, con sus respectivas puertas y ventanas, desde donde pudieron presenciar la ejecución multitud de presos de aquel departamento. En el centro del patio, donde antes había unos laureles, existen ahora unos lavaderos y una pileta, y en el fondo del triángulo, cerca del vértice, hay una trinchera de adobe blanqueado como de dos metros de alto por tres de largo, que es donde precisamente se ejecutan las sentencias de muerte (Luis Páez Brotchie. “La Nueva Galicia a través de su viejo archivo judicial”. México, Antigua Librería Robredo, de José Porrúa e Hijos, 1938, pp. 98-99). El día de la ejecución… A estos internos se les levantaba el día de su ejecución desde las cuatro de la mañana a fin de que hicieran los encargos que creyeran convenientes y recibieran, en caso de que se les autorizara y así lo quisieran, a algún familiar o amigo. Luego pasaban a una pieza cercana a la capilla o a esta misma para que se preparasen, en medio de su aislamiento y con ejercicios y auxilios religiosos, para cumplir su fatal destino. Posteriormente sólo podían verlos el jefe político de la ciudad, las autoridades de la penitenciaría, el sacerdote que auxiliaba y acompañaba a los internos al cadalso y su defensor (además de las escoltas), quienes en su conjunto, debían estar presentes y listos desde la cinco de la mañana, hora en la que un juez iniciaba el levantamiento del acta de ejecución. Los internos, vestidos con el uniforme de la prisión (un traje gris compuesto de blusa y pantalón), acompañados por un sacerdote y su defensor, eran conducidos a la seis horas por la guardia de capilla (integrada por 50 hombres) al patio de “Los Laureles”, en donde eran entregados, siguiendo las formas militares, a una escolta de gendarmes armados compuesta de 14 hombres vestidos de dril y que portaban chacós y carrilleras negras. En seguida un juez leía la sentencia y el jefe político concedía unas breves palabras a los sentenciados en caso de que éstos así lo requirieran, para luego de que un gendarme los vendara, el jefe de la escolta, con un sable en la mano y a tres tiempos diera las órdenes a sus subordinados para que se prepararan, apuntaran y dispararan sus armas de fuego sobre los sentenciados a muerte y finalmente se les rematara, si era necesario, con un “tiro de gracia” en la cabeza y se depositaran sus cuerpos en una caja de madera. Los cadáveres de los internos ejecutados, muy seguramente fueron enterrados en el propio panteón que poseía la penitenciaría, salvo que los familiares de los internos ejecutados exigieran su entrega para hacerlo en otro panteón. A guisa de ejemplo y unos meses antes de iniciarse el Gobierno porfiriano, los plagiarios de un acaudalado ciudadano jalisciense de nombre Julio Vidrio, fueron pasados por las armas en la penitenciaria, no sin antes haber promovido sus indultos. A propósito de ese célebre caso, el párrafo de una nota publicada a mediados de 1875 por Juan Panadero, escribió lo siguiente: “Antier se les mandó poner en capilla; sus defensores solicitaron indulto del Gobierno que les fue negado, y promovieron en vano cuantos recursos fueron posibles para salvar a los reos, los cuales ayer a las cinco y media de la mañana fueron fusilados en el último patio de la penitenciaría, cosa que ha parecido extraña al público, porque fue de tal manera célebre el crimen por el que se les condenó a muerte, y los reos tenían tal posición social, que exigían la mayor publicidad de la ejecución, a fin de cuentas que no se confundiera esta con las que llevaban a cabo los franceses cuando establecieron su Corte Marcial. Calixto Hernández, Francisco Monteón e Isabel Carretero, salieron de la capilla para ir al lugar del suplicio, con paso resuelto y con serenidad, salieron de la capilla para ir al lugar del suplicio y conservaron su entereza hasta los últimos momentos; la fuerza pública les apuntó muy bien, hizo su descarga y minutos después los tres infelices habían dejado de existir; mientras Calixto Hernández parece que su juventud le daba más potencia para luchar con la muerte; ocho minutos después de pasada la catástrofe se le vio moverse y toser con vigor; pero entonces sus verdugos le dieron los ‘tiros de gracia’ y el pobre Calixto quedó bien muerto. Así es como se ha vengado la vindicta pública de un solo crimen: la sociedad da ciento por uno si aquellos infelices reos arrancaron a un ciudadano pacífico del seno de su familia” (BPEJ.SFE. Juan Panadero. Guadalajara, Jal., 21 de mayo de 1875, núm. 75, p. 1). En la visita efectuada a la “Casa Colorada”, el poeta mexicano Juan de Dios Peza relató la experiencia que tuvo al conocer a un interno que fue ejecutado la mañana del día siguiente: “En el día que visitamos la prisión fuimos a una celda en que estaba un reo sentenciado a pena de muerte. Había estrangulado a una virtuosa anciana, y se le sabían crímenes anteriores y él estaba al parecer sereno y convicto de sus maldades. Cuando abandonamos el patio de presos y nos despedimos del sentenciado, nos dijo con voz muy serena: ‘Yo saldré mañana para la eternidad, ¿se les ofrece a ustedes algo para el camino?’. “¿Cómo se llama este hombre que tan tranquilo prepara el último viaje? Y alguien nos respondió: ‘¡Se llama Víctor Medina!’. Al siguiente día, cuando inundaba el cielo la luz de la mañana, entrábamos a un guayín que debía conducirnos al Niágara del Estado, al Salto de Juanacatlán, y no habríamos andado tres calles cuando oímos a lo lejos la detonación de una descarga. ¡Víctor Medina había pasado al desconocido reino de otro mundo!” (Juan de Dios Pesa (1888) en Juan B. Iguíniz. Guadalajara a través de los tiempos. Relatos y descripciones de viajeros y escritores desde el siglo XVI hasta nuestros días, t. 2. México, Ayuntamiento de Guadalajara, 1989-1992, p. 99). Escándalo entre la sociedad La aceptación ante la inevitable muerte no fue más que una etapa en el comportamiento de aquellos que debían enfrentarla. Sin embargo, dicho proceso no necesariamente llegaba a terminar con la aceptación de ese ineluctable fin, por ejemplo, Nicanor Sandoval, un gendarme sentenciado a la muerte en 1899 por cometer un homicidio que escandalizó a la sociedad tapatía. Al enterarse del fallo judicial mostró, al menos inicialmente, una actitud desafiante ante las autoridades judiciales, conforme a la etapa de ira, y sin mostrar temor alguno, declaró: “Yo no entiendo la pena capital, mejor fusílenme ya. ¿No se conforman con todo lo que han hecho conmigo? Si tanto me hacen les saco sus trapitos al sol” (BPEJ. SFE. El Sol. Guadalajara, Jal., 24 de noviembre de 1899, núm. 107, p. 1). Después de apelar el fallo y solicitar su amparo e indulto y habiéndoseles negado, los medios aseguraron que durante el tiempo que duró el proceso de Sandoval éste enloqueció y con ello intentó evadir su realidad. El temor a la muerte y el tiempo que debió transcurrir para que fuese ejecutado debieron servir para que la agonía mental lo condujera a su demencia. Al interno a ejecutar también le cupo la posibilidad del suicidio como forma de arrancar al Estado el derecho a ejecutarlo. Opuesta a la característica de que la socialización de la muerte se realizara alrededor de los seres queridos (Jesús de Miguel. El último deseo. Para una sociología de la muerte en España), el ritual de la muerte de los reclusos condenados a la pena capital se efectuaba frente a la burocracia carcelaria que se apropiaba de ella. Para el ejecutado no cabría la posibilidad de que sus familiares visitaran, en el panteón de la “Casa Colorada”, el lugar donde yacían sus restos mortales. En el interior de la penitenciaría, el conocimiento e impacto de la ejecución de un recluso se volvía también extensiva al resto de los reclusos, en los que desde el rumor hasta los hechos llegaba a generar expectativas que pudieron dar lugar a sentimientos de lástima, temor y odio. La pena capital, contraria al propósito principal del régimen penitenciario, se presentaba, aunque para unos cuantos, como un suplicio y representaba una importante noticia para los medios y para la sociedad de general. Su función ejemplificante no detuvo las oleadas de delitos que se presentaban en el Estado y sirvió más como un poder brutal y como una atribución que el Gobierno porfirista mantuvo al menos en algunas entidades, a fin de demostrar que ni era frágil ni era débil. A fin de cuentas y con la aplicación de la pena capital, el Estado había liquidado al sujeto peligroso por el que los nuevos criminólogos positivistas observaran sus pretendidas anomalías físicas y sociales. Mientras que la pena de muerte no fuera completamente abolida en Jalisco, la cultura de la muerte y su singular ritual se seguiría presentando con cierta continuidad en la llamada “Casa Colorada”. Conclusión En aras de la defensa social la pena de muerte se vuelve a poner de moda en los albores del siglo XXI, cuando paradójicamente los regímenes carcelarios han probado su ineficacia. Pero, ¿a quién hay que matar para que esta sociedad, a través del Estado, calme sus temores y desahogue su pánico moral? Tal polémica no ha sido gratuita pues los secuestros y asesinatos de las víctimas han conmovido e indignado a toda la sociedad, la cual, a partir de diversas encuestas, demuestra que está a favor de una mayor dureza para aquellos que cometan delitos de ese tipo. Una muestra de ello es la propuesta presentada por el actual gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, y la mayoría del Congreso local, para aplicar la pena capital a secuestradores, la cual presenta graves problemas éticos, jurídicos y aun prácticos. Mientras tanto personajes de los partidos Verde y Revolucionario Institucional han externado su simpatía con tal medida, otros como el movimiento “México Unido contra la Delincuencia” exige que además se castigue con la cadena perpetua a los delincuentes que cometan secuestro, homicidio y robo de niños, y el mismo Presidente de la República, Felipe Calderón, externa su simpatía a ésta última propuesta (www.eluniversal.com.mx/notas/536051.html). Pero no todos están de acuerdo, por ejemplo, Arnoldo Crauze, explica que “aprobar la pena de muerte en países injustos conlleva varios peligros. Se reproducirían los errores existentes y se condenaría a quienes no pueden birlar la justicia o a quienes sean incapaces de comprarla”. Y efectivamente la aplicación de la pena capital presenta varios problemas: es de carácter anticonstitucional, niega los avances jurídicos y humanísticos por la cual se abolió, viola los acuerdos internacionales y vuelve a convertir al hombre en el lobo del propio hombre. Además, generaría otro problema seguramente más importante: la pésima calidad y la falta de credibilidad del sistema judicial mexicano no podría asegurar en todos los casos que los condenados a muerte fueran realmente culpables. Apelar a la pena de muerte significa no sólo el fracaso de la prisión rehabilitadora o readaptadora, sino, principalmente, la derrota del Estado moderno ante una violencia de carácter estructural, que de aprobarse lo único que traería consigo sería simplemente la agudización de la violencia misma. EL INFORMADOR/Jorge Alberto Trujillo Bretón, profesor e investigador de la UdeG. Temas Municipios Sistema penitenciario Lee También Servicios de salud en Jalisco pasan de "panzazo" en tiempos de atención en hospitales Municipios de Jalisco ideales para visitar en época de frío Harvard enumera los alimentos que causan inflamación Este estado lidera en casos de influenza a nivel nacional Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones