Sábado, 23 de Noviembre 2024
Jalisco | Según yo por Paty Blue

En el país de los desfiguros

Con puntualidad no conozco el significado de la palabra ''desfiguros''

Por: EL INFORMADOR

Con puntualidad no conozco el significado de la palabra “desfiguros”, pero la rescato como un sustantivo muy mentado por mi abuela, cuando se trataba de referirse sin mucha caridad a las prendas, acciones, accesorios o actitudes que, entre las damas de su época, eran mal vistas y peor tijereteadas.

Andar haciendo desfiguros, según definía mi ancestral congénere, equivalía a ponerse en la mira ajena y convertirse en blanco de la ociosa mordacidad de aquellas mujeres que vivían más pendientes de otras vidas que de la propia, y desperdigaban con generosidad sus agrias observancias,  para entrar en conversación mientras les despachaban en la tienda medio kilo de panocha, o cuarto y medio de carne para freír, en la carnicería.

Y como marcan los cánones para cualquier comentario que pretenda preciarse de buen chisme, de boca en boca los relatados desfiguros de cualquier prójimo iban ganando detalles que los hacían más intensos, floridos e intrigantes, hasta convertirse en verdaderas piezas de la más depurada narrativa.

De ese modo, y aún cuando las adultas de mi casa restringían celosamente mi presencia mientras se platicaban “cosas de grandes”, me enteré que Doña Lola, la esposa del talabartero de la esquina, hizo quién sabe cuántos desfiguros para impedir que el marido la dejara, para irse en pos de una petacona quien, conjeturaba la informante, seguramente sería menos “cuachalota” (otro de los términos abuelescos) que la desairada.

Por mi naciente pero muy genuina inclinación por la sociología, y agazapada tras la rendija de una puerta que rechinaba a la mínima provocación, pero que yo detenía férreamente hasta que los dedos se me amorataban, alcancé a escuchar a una tal doña Piedad (quien sólo cargaba semejante virtud en el apelativo) describir los referidos desfiguros de Lola, citados con un textual apego que envidiaría el más puntilloso historiador.  Y narraba los eventos con tan galanos pelos y señales, que cualquiera diría que le había tocado reportear la nota para algún periódico.

Desfiguros eran los pantalones “embarrados” que empezó a usar mi prima, apenas despuntando la década de los 60. También distinguían con tal adjetivo al desenfreno con que la mayor de mis tías le entraba al rocanrol, así como la aparición de otra de ellas en unos anuncios de cazuelas para un periódico local. El empeño que mi propia madre, al quedar viuda, puso en preparar charolas de gelatinas para colocar en algunas tiendas y allegarse algunos centavos extras, cayó también bajo el ominoso rubro de los desfiguros, porque lo único que consiguió fue evidenciar su inexperiencia en su confección y comercialización.

Ni mi dicharachera abuela, ni mi bailadora tía, ni mi emprendedora madre vivieron para atestiguar que, merced a las desatinadas prácticas y declaraciones de  nuestros gobernantes y políticos, nos hemos convertido todos en habitantes del país de los desfiguros, esa condición que no sé con certeza qué significa, pero indiscutiblemente me remite al despropósito revuelto con el ridículo.

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