Jueves, 21 de Noviembre 2024
Jalisco | Pollos, catrines, “lagartijos” y dandis

El microcosmo social y la sociedad “del buen tono”

La sociedad tapatía del siglo XIX fue veloz para identificar a los elementos sociales “inmorales”, incluso entre la “gente bien”

Por: EL INFORMADOR

“Gran fandango y francachela de todas las calaveras”, representación de Posada de una fiesta “de pobres”  /

“Gran fandango y francachela de todas las calaveras”, representación de Posada de una fiesta “de pobres” /

GUADALAJARA, JALISCO (06/MAR/2011).- En el siglo XIX, el discurso de las clases dominantes mexicanas vinculó a la pobreza y al pueblo con el delito, la inmoralidad y el escándalo, e identificó a ciertos tipos nacionales que se relacionaban con ello, sin que faltaran los nombres despectivos de ceros sociales, léperos, pelados y gente de trueno que, con una menor o mayor carga de comportamientos considerados negativos, bien pueden ser agrupados y representados como parte de lo que los historiadores contemporáneos han rescatado como “clases peligrosas” o “clases criminales”.

En el caso de Guadalajara, los extranjeros que la visitaban en los primeros decenios del siglo XIX lograban distinguir a dos clases de grupos sociales: la “gente bien” y los léperos. La “gente bien” o “clases superiores”, que incluían a clases altas, medias y “aristócratas”, eran, conforme a su mentalidad, aquellas personas que vestían correctamente, elegantemente o a la moda, se expresaban de una manera clara y educada, con los mejores modales, además de comportarse “decentemente” y mostrar una adecuada conducta religiosa, mientras que al resto de la población o léperos les endilgaban otros adjetivos: indiada, turba harapienta o simplemente pobres, y resultaban ser todo lo contrario a la primera: inculta, analfabeta, semidesnuda, hambrienta, alcohólica, fanática, traidora y sumamente violenta.

Este discurso que construyó la alta sociedad jalisciense sobre la inmoralidad de los otros entrañaba el temor y el rechazo a lo diferente y se manifestaba no sólo por una cuestión de carácter clasista sino incluso racista; su objetivo principal era lo indio, aunque lo mestizo también entrara para ésta en una importante escala de degeneración física y moral.

Sin embargo, a pesar de ese discurso, no fueron únicamente las clases populares las que ocasionaban escándalos y delitos en el siglo XIX. Ciertos grupos de las clases dominantes también tuvieron su actuación en cuanto al relajamiento de las costumbres, pero encubierto su libertinaje bajo un espectro de hipocresía y moralidad social, aunque no lograron escapar de la crítica de algunos escritores y artistas (verbigracia José Joaquín Fernández de Lizardi, Manuel Payno, Rafael Delgado, José T. de Cuéllar, José Guadalupe Posada) ni de aparecer esporádicamente en la nota roja de los diarios citadinos y que además, paradójicamente, eran objeto de desprecio y de burla del propio pueblo. Entre estos grupos también se encontraban los jóvenes, sobre todo aquellos cuyos comportamientos no eran bien aceptados por la generación adulta y más si específicamente habían roto con los moldes establecidos por ésta.

Los catrines y los pollos

“Galantes jóvenes, pájaros de primer vuelo, ávidas mariposas de las gracias femeniles, a vosotros, a quienes la sociedad moderna ha bautizado con el nombre de pollos, a vosotros es a quienes dirijo mi pluma en este instante”.

Manuel Ibo Alfaro, Malditas sean las mujeres (1911).

El discurso moral de los grupos dominantes en México en el siglo XIX vio en los niños y jóvenes a aquellos futuros adultos que se encontraban en una etapa de formación y que, por tal razón, tendrían con el tiempo responsabilidades mayores. Con este discurso se intentó alertar a la sociedad para que protegiera a sus jóvenes de cualquier tipo de contaminación que los pudiera alejar del modelo tradicional, que veía en estos muchachos el porvenir de la propia familia y de la nación.

Entre los escritores costumbristas que lograron interesarse por los tipos nacionales, el novelista José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, fue uno de los primeros en escribir sobre aquellos jóvenes (“catrines”) que, siendo de origen noble o aristócrata, se caracterizaron por un comportamiento disoluto o libertino. El adjetivo y estereotipo de “catrín” nació con el siglo XIX y quizás antes, y aún se mantiene en el habla popular para señalar sobre todo a aquella gente que viste de manera ostentosa.

En su obra Don Catrín de la Fachenda, el personaje principal, que lleva ese mismo nombre, caracteriza a los catrines como “una paradoja indefinible, porque es caballero sin honor, rico sin renta, pobre sin hambre, enamorado sin dama, valiente sin enemigo, sabio sin libros, cristiano sin religión y tuno a toda prueba” (José Joaquín Fernández de Lizardi, Don Catrín de la Fachenda y Noches tristes y día alegre). A ello, Fernández de Lizardi agregó el desapego al trabajo, el vicio por el juego de azar y la audacia en la seducción. En un párrafo de esta obra describe el “régimen de vida” del catrín:

“El catrín se levanta de ocho a nueve; de esta hora hasta las 12, va a los cafés a ver si topa otro compañero que le costee el desayuno, almuerzo o comida. De 12 a tres de la tarde se va a los juegos a ingeniar del modo que puede, siquiera consiguiendo una peseta. Si la consigue, se da de santos, y a las oraciones vuelve a los cafés. De aquí, con la barriga llena o vacía, se va al juego a la misma diligencia. Si alguna peseta dada, bueno; y si no, se atiende a su honestísimo trabajo para pasar el día siguiente” (ídem).

Fernández de Lizardi complementó cómo el catrín se ganaba la vida:

“Como estos arbitrios no alcanzan sino cuando más para pasar el día, y el todo de los catrines consiste en estar algo decentes, en bailar un valse, en ser aduladores, facetas y necios, aprovechan estas habilidades para estafar a éste, engañar al otro y pegársela al que pueden”.

Para llevar ese “régimen de vida” el catrín debía conseguir una serie de artilugios para enmascararse como tal:
“Inmediatamente me fui al Parián y compré dos camisas de coco, un frac muy razonable y todo lo necesario para el adorno de mi persona, sin olvidarme el reloj, la varita, el tocador, los peines, la pomada, el anteojo y los guantes, pues todo esto hace gran falta a los caballeros de mi clase”.

Finalmente, después de una agitada vida que lo llevó desde el ejército a la vagancia, Don Catrín de la Fachenda terminó su vida en la miseria y en el desprestigio total. Fernández de Lizardi vio a su personaje como parte no sólo de la sátira y la crítica moralista realizada contra la juventud de su tiempo, sino también contra los tiempos turbulentos que le tocó vivir.

Si bien en Guadalajara al nombre de catrín se le asoció con su juventud, su origen aristócrata, su peculiar forma de vestir, tampoco dejó de involucrarse en escándalos y aun en delitos mayores que atrajeron la atención de la opinión pública.

Una gavilla de catrines: “Los vecinos de la Capilla de Jesús me escriben, diciéndome que nomás están con el Jesús en la boca; pues una ronda de catrines, perfectamente armados, merodean por ese rumbo intentando hacer de las suyas pelando al prójimo. Mucho ojo, Sr. Ibarra y León, mande algunos de sus achichincles y póngame en la cárcel a esos aristócratas bandidos” (Juan Panadero. Guadalajara, Jalisco, 2 de marzo de 1882, número 911, página 2).

¿Qué impulsó a estos catrines a participar en escándalos y delitos comunes? Las razones pudieron ser: la atracción por el peligro, el aburrimiento y la anomia, la rebeldía frente al ordenamiento de los adultos que reprimía sus pulsiones y quizás, en última instancia, la necesidad de dinero cuando la fortuna se agotaba.

En un sentido semejante al de Fernández de Lizardi, el escritor José T. Cuéllar, en su novela Ensalada de pollos, observó a ciertos jóvenes como pervertidos y empleó el despectivo de “pollos” para señalarlos. De acuerdo a su descripción, los pollos eran aquellos muchachos que se encontraban entre los 12 y 18 años de edad, sumamente inmorales y con muy malas costumbres que los llevaban a frecuentar los prostíbulos. Cuéllar dividía a los pollos en cuatro clases:

“—¿ Qué es el pollo fino?

—El hijo de gallina ‘mocha’ y rica, y gallo de pelea, ocioso, inútil y corrompido por razón de su riqueza.

—¿Qué es el pollo callejero?

—El bípedo bastardo o bien sin madre, hijo de reformistas, tribunos, héroes, matones y descreídos, que de puros liberales no les ha quedado cara de persignarse.

—¿Qué es el pollo ronco?

—El de la raza del callejero, que llega al auge de su preponderancia, que es el plagio.

—¿Qué es el pollo tempranero?

—(...) es más tempranero el que con menos edad tiene más vicios y el corazón más gastado” (José T. Cuéllar, en Ensalada de pollos y Baile y cochino. México. Editorial Porrúa, 1946, página 32).

Esta descripción de los pollos respondió también a una clasificación social de la que no estuvieron exentos ni los jóvenes procedentes de las familias opulentas ni tampoco los de los sectores populares. Para la corrección de los pollos únicamente existía, al parecer de Cuéllar, un remedio: el ridículo.

El historiador Moisés González Navarro rescató, de una nota seguramente periodística, las características que, al iniciarse el siglo XX, hicieron inconfundibles a los pollos:
“Sombrero de jipi de ala microscópica y piquitos limítrofes y cinta multicolor ; peinado de castaña (...) onditas melancólicas sobre la frente (...) bigote retorcido en cola de alacrán (...) corbata tornasol (...) zapatos amarillos con punta de alfiler (...) pantalón angosto (...) saco rabón (...)
“Detalles: uñas largas, olor a almizcle corriente, clavel en el ojal (...) pañuelo con monograma pequeño (...) bastoncillo de mimbre muy delgado, guantes de color ladrillo (...) brillantina en el bigote, glicerina en las orejas, vaselina en el cabello, lanolina en las mejillas...” (Moisés González Navarro, “El porfiriato. La vida social”, en Daniel Cosío Villegas (coordinador). Historia moderna de México, tomo IV, 1985, página 408).

El microcosmo social o la sociedad “del buen tono”

Un autor que se nombró bajo el seudónimo de “Erasmo” escribió en 1876 un artículo en la revista tapatía La Alianza Literaria que tituló “El microcosmo social”, que no era más que un sarcasmo contra la sociedad del último cuarto del siglo XIX. Para él, tanto el hombre y la sociedad de la que formaba parte resultaban malos por naturaleza y su maldad era contagiosa. La bondad y la sinceridad, que se presentaban como excepciones en el hombre, resultaban ridículas y convertían al hombre que poseía estas cualidades en un ser torpe y un objeto de burlas para los otros. Agregó que el medio que utilizaba la sociedad para evaluar y decidir quienes de esos hombres debían ser merecedores de premios o castigos era la opinión pública, la cual resultaba veleidosa, vana, controvertida y caprichosa. La opinión pública muchas veces era injusta; condenaba las acciones de los hombres buenos y exaltaba las de los perversos, y colocaba entre sus predilectos a aquellos que pudieran convertirse en “hombres a la moda”.

Para lograr ser un “hombre a la moda” se requería cumplir ciertos requisitos o “cualidades”:

“1.- Decir con soltura y desparpajo unas cuantas frivolidades de constitución y hablar de todo; aunque no nos entendamos ni a nosotros mismos.

2.- Tener bastante habilidad para halagar la vanidad de los otros sin que conozcan que nos está sirviendo de pedestal para levantar la nuestra.

3.- Cuidado minucioso en el vestido, sin dejar comprender que nos ocupamos de tales futilezas.
4.- Poseer una buena renta, aunque tengamos más duros que ideas, y llevar el bolsillo siempre abierto ó por lo menos hacer creer que lo llevamos,

5.- Un talento desenvuelto y amable, conservando no obstante cierto fondo de gravedad que es de muy buen gusto.

6.- Afectar una franqueza y una sencillez, que sean bastante hipócritas para aparecer como naturales.

7.- Finalmente, hacer creer, que en nuestra historia contamos por lo menos una docena de mujeres deshonradas, cuatro o cinco maridos burlados y, algunos amigos muertos a duelo” (“Erasmo”. “El microcosmo social” en La Alianza Literaria. Guadalajara, 7 de mayo de 1876, número 7, página 12).

Con dichas “cualidades”, estos “hombres de moda” debían lograr “cierto prestigio romántico y misterioso” y un buen grado de extravagancia o excentricidad. La élite jalisciense aceptaba las acciones de estos personajes, siempre y cuando sus llamados “libertinajes” fueran “de buen tono”. Decir “buen tono” significaba pertenecer al grupo social que ocupaba un lugar privilegiado en la sociedad dados su fortuna y cierto prestigio. A los excesos de los miembros de la sociedad “de buen tono” se les denominaba bajo ese mismo adjetivo.

Para pertenecer al círculo del “buen tono” o “alta sociedad” debían valerse los interesados de la hipocresía como “vicio” principal, secundados de otros que fortalecían al primero: “Los modales insinuantes, las frases almibaradas, el lujo y las delicadas atenciones”.
    
El joven Arturo

Años antes, Manuel Payno, en la novela costumbrista El fistol del diablo, caracterizó a un joven de nombre Arturo como perteneciente al “buen tono”, asiduo visitante de las casas de moda y de los cafés, en donde gozaba por destrozar reputaciones, asistir a todos los espectáculos públicos, ostentar trajes elegantes y a la moda, así como joyas caras y despilfarrar el dinero con sus amigos.

A los miembros de la llamada “sociedad del buen tono” se agregaban grupos exclusivos que fueron identificados con diversos nombres: catrín, petrimetre, lechuguino, pisaverde, gomoso, roto, etcétera, que se empleaban para señalar, de un lado de manera despectiva e injuriosa o bien para singularizarlos, a aquellos individuos, hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, que se caracterizaban por su ociosidad y por andar vestidos a la moda, contrarios a la vida de trabajo, miseria y vestimenta que utilizaba el pueblo.

El dandismo


Otro nombre utilizado por la sociedad para nombrar a jóvenes ricos con identidades muy singulares fue el de “dandi”. A este término (de origen inglés), o más bien al “dandismo”, de naturaleza aristocrática, se le significaba por su rechazo de la vida burguesa. Su especial individualismo se caracterizaba por el cuidado de la ropa y de su imagen en general, que la llevaba hasta el extremo como un signo de distinción (Michelle Perrot, “Al margen: célibes y solitarios”, en Philippe Ariès y Georges Duby (directores), Historia de la vida privada, v. 7. España, Taurus Ediciones, 1991, página 302). El dandi profesaba una ideología que no tenía nada que ver con la igualdad, sino al contrario: su apariencia era su mejor máscara; su vida, el ocio, apoyado por las entradas económicas que obtenía de su familia, aunque desdeñaba el dinero; su gusto por lo caro y el juego era otro de sus intereses más preciados. Despreciaba al matrimonio y a los advenedizos y se identificaba más con los jóvenes de su edad, y eran proclives a mantener relaciones sexuales entre hombres (ibídem: 302 y 303).

El dandi apareció en México a finales del siglo XIX y la sátira popular llegó a encarnizarse con él, sobre todo por su manera tan a la moda de vestir y su comportamiento sexual, que incluso llegó a atraer la atención de la policía, como ocurrió con el famoso y escandaloso caso de los llamados “41” homosexuales (el término “homosexualidad” surgió en Europa occidental en el siglo XIX, específicamente en el año de 1891; Perrot, 1988: 303) detenidos en 1901 en un concurrido baile en la ciudad de México, tras el cual no faltaron la sátira y el escarnio popular. En las mismas llamativas y artísticas caricaturas de José Guadalupe Posada se llegó a dar cuenta de este hecho.

Otros tipos sociales también daban de qué hablar en Guadalajara por su conducta escandalosa:


El sábado de la semana pasada hubo un bailecito en la casa de la famosa Emperatriz; esto, pase, pero lo que no me parece bueno, es lo que hicieron los catrines que a la chorchita concurrieron. En primer lugar, para tener de su parte a la policía, la obsequiaron con algunas copas, y en seguida... la mar. ¡Hicieron escándalos hasta que se les hinchó, y para coronar la fiesta, le dieron una buena dosis de trompadas a un peladito que entró a presenciar sus ebriedades!

La policía no le dijo a los catrines ni ojos negros, supuesto que se les había trabado la lengua con los traguitos que se embutió poco antes del desorden (Juan Panadero, Guadalajara, Jal., 29 de junio de 1882, núm. 1031, p. 3).

Sobre las jóvenes mujeres es muy poco lo que se menciona en el caso de México; sin embargo, no faltaron de ser incluidas con los términos de “oxigenadas” o “catrinas”, que en realidad ensalzaban más a aquellas que vestían de manera lujosa u ostentosa y, además, como se puede apreciar en las obras del caricaturista José Guadalupe Posada, también pertenecían al grupo de los llamados “lagartijos”. Para las catrinas, oxigenadas o “lagartijas” de Guadalajara era válida también la exageración de su vestimenta, pues, a principios del siglo XX, el médico jalisciense Miguel Galindo la apreció como perniciosa debido al uso del “apretado” del corsé y del “calzado estrecho y deforme”. Para Galindo, el corsé atiende a una función sexual para llamar la atención del hombre, provocar el amor físico o excitar la sensualidad del macho. Ya se acentúa o exagera la prominencia o amplitud de las caderas, ya se abultan los pechos, o se dejan ver éstos por un pronunciado escote, o se usan, con el choclo, medias caladas que dejen ver la blancura de la pierna accidentalmente.

Asuntos de identidad


Debido a su comportamiento relajado, sexualmente desenfadado, su extravagante forma de vestir y los escándalos en los que participaban, contrarios al pudor, al vestuario clásico y a los valores tradicionalistas, pollos, “lagartijos”, catrines, dandis y demás atentaron con su rebeldía generacional contra la moral del mundo de los adultos y, en general, de las llamadas “clases superiores”, aunque no escaparon de ser criticados y ridiculizados por algunos escritores y periodistas, quienes los tacharon de inmorales y viciosos, y de ser despreciados por el propio pueblo.

Si bien difícilmente los “muchachos salerosos” (Manuel González Navarro, op. cit., página 408) llegaban a pisar la cárcel, no fue porque no se involucraran en algunos delitos, como así lo llegaron a publicar algunos diarios citadinos, aunque, dependiendo de su posición social, debió facilitarse o dificultarse su estancia en prisión, y más la evitaban cuando el honor de las familias opulentas estaba de por medio, poniendo sus recursos e influencias en juego.

El comportamiento que manifestaron estos grupos sociales tuvo como propósito el de crear su particular y “moderna” identidad, contraria a la del pelado, del lépero y de las gentes de trueno, aunque, tal como estos últimos, vieron en lo festivo y en el relajo un medio de expresar sus singularidades e, incluso, de formar su propia subcultura.

Jorge Alberto Trujillo Bretón, doctor en Historia y académico de la UdeG.

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