Sábado, 23 de Noviembre 2024
Jalisco | Según yo por Paty Blue

Cibernecio y fanfarrón

Resulta que cierto individuo del clan con el que comparto apellido se me ha comenzado a volver básico e indispensable

Por: EL INFORMADOR

Apenas puedo creer que exista gente tan pronunciada contra la tecnología y sus portentosos avances. No sé por qué abundan quienes deploran que la humanidad se haya vuelto tan dependiente de los artilugios cibernéticos, tan fanática de las redes sociales y tan aficionada a la cotidianidad high tech que aísla al individuo en su propia burbuja y le ahorra la aburrida práctica de convivir y entablar conversación con quienes le rodean.

Me atrevo a lanzar dos hipótesis para sustentar el rampante desagrado de estos enemigos jurados del progreso:

1) Se trata de personas de la tercera edad mental, de ésas que refunfuñan porque ya nada se hace a lo rupestre y aseguran que una salsa sólo sabe buena si se martaja en molcajete, o
2) No tienen la fortuna de contar en la familia, cual es mi suertudo caso, con un pariente rabiosamente decidido a mantenerse al día en un mundo de cachivaches que apenas un par de meses después de su adquisición (o antes, si la rabia se vuelve epidemia y más de dos en su entorno se le emparejan) se vuelven obsoletos y la propia vanidad urge para renovarlos.

Y pues resulta que cierto individuo del clan con el que comparto apellido, quien hasta hace unas semanas no gozaba de mi total simpatía por su galopante fanfarronería y cibernecedad, se me ha comenzado a volver básico e indispensable, porque ya no podría yo limitarme a comentar que está haciendo frío, sin que el aludido sujeto dé varios tallones digitales sobre su flamante utensilio tecnológico para aclararme que, justamente, estamos a nueve grados remontados a partir de que amanecimos a cero, a diferencia de Gorrotitlán, donde están a menos seis.

Me sería francamente impensable deambular por la vida si desconociera que el adjetivo “mostrenco”, con el que acababa de distinguir al más alebrestado de mis sobrinillos, no sólo se aplica a los burros sin rumbo ni dueño, sino también a los “bienes muebles que por no tener dueño conocido pasan a ser del Estado”, según la docta definición que el gratuito ilustrador extrajo del armatoste de marras, en cuanto surgió el terminajo en la conversa. Mucho menos me sería posible, en lo sucesivo, embodegarme una rodaja de pepino y confesar que me encanta, sin estar convenientemente advertida de que se trata de una planta angiosperma dicotiledónea de la familia de los cucurbitáceos; o platicar que ocurrí a ese restaurante que el inopinado orientador rastrea de inmediato, para mostrar su precisa ubicación y hasta la foto de la fachada.

No acato cómo podría yo seguir viviendo sin enterarme al momento del marcador del Fullham contra el Chester, de la cotización del euro y su paridad con el yen, del notición de que Lady Gaga ha sido inmortalizada en cera o del recuento pormenorizado de la balacera del día. Lo verdaderamente lamentable del asunto es que si el dueño de tan portentoso chirimbolo es requerido por alguna ignota conocencia, debe detener su enciclopédica generosidad porque, eventualmente, también utiliza el moderno aparatejo como teléfono. Habré de reconocer que, como mi pariente ha sugerido más de alguna vez, no nos tiene hartos con su ilustradera, sino carcomidos por la envidia de no contar con un teléfono-navegador-televisión-radio-juguete-máquina de escribir portátil

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