— ''¡Qué tiempos...!''

No; por supuesto que no vale la pena dedicarle un sentimiento tan noble como la nostalgia —dolor por la evocación de tiempos mejores— a los años dorados de la que Mario Vargas Llosa llamó alguna vez “la dictadura perfecta” que dominó a México durante largas siete décadas. Por más que un primero de septiembre como el de ayer resulte más insípido que una jícama sin sal, difícilmente habrá quien prefiera que se restablezcan el protocolo, la sumisión y el dispendio que giraban en  torno a “El Día del Presidente”.

—II—

La fórmula del Informe Presidencial, vigente hasta los inicios del sexenio anterior —el de Vicente Fox—, se abandonó por una razón elemental: el esquema, típicamente cortesano, resultaba insostenible. Del monólogo autolaudatorio que la vox pópuli denominó alguna vez, con ironía, “la danza de los millones”, se pasó, sin transición, a medida que se institucionalizaron las llamadas “interpelaciones” —claras manifestaciones de un ofensivo abuso de la práctica democrática—, al lamentable, escandaloso “show” de incivilidad e insolencia a cargo de quienes deshonraban su condición de “representantes populares”.

Así, en parte porque se desvirtuaba la intención del legislador, de someter a la soberanía popular, encarnada en el Congreso de la Unión, el informe sobre “el estado general que guarda la administración pública del país” (Art. 69 de la Constitución), y en parte porque ningún ciudadano digno podía sentirse representado por aquellos patanes que sólo acudían a ofender impunemente al titular del Poder Ejecutivo y a sabotear la ceremonia de presentación del Informe, se pasó al otro extremo: al envío, sin más, del documento en cuestión.

—III—

Ya no se dan al Presidente, en fechas como la que ayer pasó sin pena ni gloria, el protagonismo y los reflectores que se le daban antaño. Sin embargo, a partir de la convicción de que “santo que no es visto no es venerado”, se pretende subsanar la sesión de “coco-wash” masivo de aquellos tiempos, por los mensajes autoencomiásticos, exentos de autocrítica, generosos en crema para los tacos del Señor Presidente y de sus colaboradores más estrechos, omnipresentes hasta el hartazgo y reiterativos hasta el fastidio, a través de los medios masivos y ahora también de los teléfonos y las redes sociales, para tratar de convencer a los destinatarios de ese bombardeo mediático, de que vivimos —a pesar de que los malditos hechos se empecinan en querer demostrar lo contrario— en el mejor de los mundos posibles.