Sábado, 30 de Noviembre 2024
Internacional | Asegura subsecretario que las grandes preocupaciones de México no tienen eco en EU

Del 7 al 11 de septiembre

La decepción que causó el silencio oficial sembró desconfianza en EU respecto a la solidez de los vínculos con México, Enrique Berruga, subsecretario de la SRE

Por: SUN

CIUDAD DE MÉXICO (01/SEP/2011).- El 7 de septiembre de 2001 Vicente Fox terminó la primera visita de Estado que organizara la administración de George W. Bush. Con este gesto, la Casa Blanca quería subrayar el carácter prioritario que asignaba a las relaciones con su vecino del sur. La alternancia democrática finalmente había llegado a México con el triunfo de un candidato no priísta y Estados Unidos deseaba hacer patente su apoyo a la evolución política de México. Fox habló ante una sesión conjunta del Congreso, se hospedó en la Casa Blair y tuvo una cena de gala con las más grandes personalidades de la política, las artes y los negocios estadounidenses. En los mensajes de despedida, ambos mandatarios acordaron que, antes de que terminara el fatídico 2001, México y EU se sentarían a la mesa para concluir un acuerdo migratorio de dimensiones históricas. Todo auguraba el inicio de una era deslumbrante y positiva en las relaciones bilaterales. El gusto duró unas 72 horas.

La mañana del 11 de septiembre los cancilleres del continente americano se reunían en Lima, Perú, en la Asamblea General de la OEA. A pocos minutos de que iniciara la sesión, Colin Powell, el secretario de Estado estadounidense, se levantó súbitamente de su asiento, desencajado y sin mediar palabra abandonó la sala al conocerse la noticia de los atentados terroristas en Nueva York, Washington y Pensylvania; la sesión se dio por terminada. Todos los ministros, incluyendo a Jorge Castañeda, tomaron el primer avión que pudieron para volver a sus capitales e iniciar el manejo de la crisis.

Durante las ausencias del secretario de Relaciones Exteriores de México, el primer subsecretario de la cancillería queda como encargado del despacho. El 11 de septiembre ese subsecretario era yo, que manejaba la Subsecretaría para América del Norte. Por esta doble condición, estuve a cargo por parte de la SRE de enfrentar la situación durante aquellas primeras horas que cambiaron el curso de la historia.

Había muchos frentes que atender de manera simultánea, por lo cual creamos un grupo de trabajo en Tlatelolco para ir desmenuzando la problemática. Los asuntos oscilaban desde mantener informado al Presidente de la República y preparar la posición de México, hasta cuestiones de índole logística como el manejo de la frontera y la creación de un dispositivo para verificar que naves potencialmente tripuladas por terroristas no despegaran desde suelo mexicano.

Como se recordará, la primera decisión del gobierno de Estados Unidos fue poner en tierra a los aviones que sobrevolaran su territorio y desviar todos los vuelos internacionales con destino a ese país. A lo largo del día los aeropuertos mexicanos recibieron aeronaves procedentes de Europa, Asia y América Latina, que estaban impedidos de aterrizar en Estados Unidos. Afortunadamente, México era el cuarto país con más aeropuertos en el mundo y pudimos recibir una gran cantidad de vuelos, lo cual atenuó lo que podría haber sido una grave crisis aérea. Canadá recibió también cantidades importantes de aviones, en lo que podríamos denominar como un primer ejercicio de seguridad post-NAFTA.

Ante la incertidumbre sobre las dimensiones del ataque terrorista, la especulación de que Los Ángeles y San Francisco serían los siguientes blancos y la posibilidad de que pudiese haber también terroristas que cruzaran por tierra, el gobierno de México decidió sellar la frontera de su lado. Este gesto fue muy bien apreciado por Washington, en momentos que el país vecino necesitaba concentrar todos sus esfuerzos en asegurar que no hubiera nuevos ataques.

La discusión sobre la postura política que debería adoptar México resultó sorprendentemente tortuosa y complicada. Muy rápido algunos altos funcionarios perdieron la objetividad, sacando a relucir posiciones con una elevada carga ideológica. Los argumentos más descabellados sostenían que cualquier muestra de solidaridad por parte del presidente Fox lo haría de inmediato impopular y sería tildado de entreguista. Circuló en esas horas la versión de que era posible que muchos mexicanos se encontraran trabajando en los pisos superiores de las Torres Gemelas, especialmente en el restaurante Windows of the World. Algunos sugirieron que se emitiera una declaración de condena por las posibles muertes de los paisanos, pero no del acto terrorista en su conjunto. Mientras tanto, fluía la información internacional sobre los minutos de silencio que se guardaban en plazas públicas de todo el mundo y actos oficiales de condolencias a las víctimas. En contraste, México entró en una prolongada parálisis para definir su posición oficial. Aun después de confirmarse la autoría de Al Qaeda, seguíamos discutiendo si convenía o no formalizar una manifestación de condolencias y solidaridad hacia el pueblo de Estados Unidos.

Cuatro días después de que el mandatario mexicano hubiera inaugurado una nueva era de relaciones bilaterales en la Casa Blanca, el silencio y un cálculo político dubitativo eran los únicos mensajes que salían de nuestro país. Así como se registró bien en Washington el apoyo para recibir aeronaves en suelo mexicano, igual de mal se tomó nota de que México no daba señales de consternación y condena por ataques contra civiles inocentes. Para sacar provecho propio, distintos gobiernos se encargaron de recordarle a Washington que México no daba muestras de indignación por lo ocurrido.

En los círculos políticos mexicanos parecía preferible callar que correr el riesgo de ser calificado proyanqui, aunque objetivamente no había más que condenar un acto de barbarie. A medida que el silencio se prolongaba, Washington sacaba cuentas claras de que en realidad no éramos tan amigos y socios como Fox lo había repetido unas horas antes en la capital estadounidense.

Llegó el fin del año, transcurrió una década más, y el tan ansiado acuerdo migratorio que se iba a firmar en diciembre de 2001 sigue enterrado en los sótanos del Congreso. La razón principal para explicar que no prosperara el acuerdo no fue por una suerte de venganza de parte de Washington. En realidad, el 11 de septiembre las prioridades de Estados Unidos cambiaron radicalmente hacia una agenda de seguridad interna y de combate al terrorismo internacional. El tema migratorio pasó a un plano muy secundario y así lo es hasta la fecha. Pero está claro que la decepción que causó la indiferencia y el silencio de nuestro gobierno sembró desconfianza y resquemor entre las élites estadounidenses respecto a la solidez y profundidad de sus vínculos con México.

Años después se envió un contingente con víveres y pertrechos del Ejército Mexicano en solidaridad con las víctimas del huracán Katrina en Nueva Orleáns. Se agradeció el gesto, sin alarde. Desde los días que siguieron al 11 de septiembre de 2001 quedó un desconcertante sabor de boca que hasta la actualidad se manifiesta en la frialdad con que han recibido a la persona, las demandas y las tesis de los dos últimos presidentes de México. Es un hecho que hasta el día de hoy las grandes preocupaciones mexicanas no tienen eco ni tracción en Estados Unidos. Las secuelas del 9/11 no son la única razón, quizá ni siquiera la principal. Pero les dimos elementos para justificar su indiferencia y distancia hacia los asuntos que más importan a México. En suma, marcaron el tono de nuestros nexos a una década de que fuesen derribadas las Torres Gemelas.

* Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales

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