Dentro del cada vez más pardo paisaje de las ciudades es indispensable alentar la vivacidad, el ingenio, el trabajo inteligente, la economía razonable y vigorosa, el trato humano cordial e igualitario, la famosa sustentabilidad, el humor. Todo esto lo aportan, con generosidad, los carros de camote.Nadie parece saber cuándo empezó la costumbre, cuándo nació el oficio de los vendedores de camote. Su presencia se pierde en las décadas (¿o centurias?) pasadas. En todo caso, pudiera ser que su actual operación se remonte hasta el mismo origen de la revolución industrial, a finales del siglo XVIII y principios del XIX: fue entonces cuando se inventaron las máquinas de vapor de distintos tipos, las que permitieron impulsar numerosos campos de la actividad humana.Porque es de física de lo que los carros de camote dan una modesta lección. Y de química. Veamos. Cada carro es distinto a los demás, cada uno de ellos es fabricado manualmente por su operador (que debe conocer muy bien su funcionamiento y particularidades). Son cinco sus componentes: un tambo de agua menor o de alimentación, un tambo mayor donde ebulle el agua y se produce el vapor, la fogata de leña o carbón que la calienta, el chacuaco que deja escapar el exceso de vapor, y el recipiente donde los camotes se cuecen. Además de esto, obviamente, va un chasís que le permite al ingenio rodar libremente por calles, plazas y calzadas.La elegancia de la máquina así obtenida es ejemplar. Su economía de materiales y combustible es ceñida, e indispensable. A esto, se añade casi siempre una gracia estética realmente notable. Característica sumamente refinada: la función del chacuaco de dejar escapar vapor es modulada por el operador de forma que el sonido así producido sea el anuncio, el pregón eficaz e inconfundible de los camotes. Esas sirenas acompañan, desde el fondo de su infancia, a millones de mexicanos.Hay que celebrar a los carros de camotes, hacerles el homenaje que robustezca su vigencia, destaque su ingenio, propague su popular elegancia, su ejemplar utilidad, sus ricos productos. Una manera posible: una exposición de carros de camote. Veinte, digamos, magníficos vehículos de todos los colores, bien dispuestos en una sala. Acompañando a esto, la ilustración amena de diversos aspectos que están concernidos: origen y características botánicas y alimenticias de los tubérculos; su relación con las costumbres culinarias a través de la historia; explicación de los principios físicos que el vehículo representa y su relación con la Revolución Industrial y la modernidad; la química del camote y sus componentes; la gastronomía de este antiguo alimento, desde las épocas prehispánicas hasta la actualidad; la sociología de los vendedores ambulantes… y etcétera.Pero la pieza de resistencia será el conjunto, nunca antes reunido, de carros de camote, de una veintena de visiones de la ciencia y el arte. Porque es toda una pieza de arte popular la que cada vez pasa entre nosotros con su ulular tristón, con su responsabilidad bravamente afrontada de ganar el sustento de una familia, con su composición volumétrica, háptica y cromática sin par.Podría ser una exposición digna del Museo Nacional de Ciencia, del Museo de Artes Populares, o de un museo de arte estrictamente contemporáneo. Tantas cosas que se ven… Por eso, celebremos al carro de camotes, a sus fabricantes y operadores, reconozcamos en él a un elemento urbano que le agrega valía y significación al espacio de todos. Y, a lo mejor, algún curador avispado se da cuenta de que con este tema podría alcanzar fama y fortuna, hasta traspasar las fronteras…