Jueves, 26 de Diciembre 2024

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Es que los libros se acaban

Por: María Palomar

Es que los libros se acaban

Es que los libros se acaban

Esta semana se estrenó la última película de la serie de Harry Potter: la segunda parte de Las reliquias de la muerte. Todos los medios comentaron el final de la serie. Entre tantos artículos vale la pena leer el de Leo Zuckermann, el viernes en Excelsior, donde cuenta que en una reunión de la asociación estadounidense de ciencias políticas había en una mesa sobre “la política de Harry Potter” más de doscientos académicos, admiradores convictos y confesos de los libros de JK Rowling (aquí escribiría Nikito Nipongo que “el niño Trinito Tolueno interpreta al fagot su alborozada evocación del desencantamiento weberiano”).
Lo más admirable de Harry Potter es su capacidad de demostrar que la buena literatura es capaz de convocar desde a ese montón de solemnes politólogos reunidos en un congreso en Boston hasta a millones de niños que en decenas de lenguas han, literalmente, aprendido a leer con esos libros, porque desde años antes de que se empezaran a filmar las películas ya se hablaba del “fenómeno” Potter y cómo de repente las nuevas generaciones cibernéticas descubrieron ahí la magia de sumirse en la lectura. Contra lo que algunos puedan opinar (y, para variar, suelen hacerlo quienes no lo han leído), Harry Potter tiene toda la hechura de los clásicos. Es una historia redonda, con resonancias épicas, con héroes y villanos, donde van ocurriendo episodios que se ensamblan y además van quedando cabos sueltos que al final se atarán; con trama y subtramas, con personajes de bulto que tienen sus propias historias, sus reconocibles caracteres y sus humores. Todo es coherente en ese mundo, por más que sea distinto del real (bueno: separado, más que distinto). Leer a Rowling en inglés es un doble placer; además de escribir estupendamente bien, juega con un montón de alusiones, desde los nombres dickensianos de los personajes hasta las evocaciones de clásicos de niños como Enid Blyton o The Wind in the Willows. En lo que se equivocan los que escriben por estos días, incluyendo a Zuckermann (que titula su artículo “Adiós a Harry Potter”), es en creer que los libros se acaban. Precisamente ahí está su secreto: los libros nunca se acaban (tampoco el buen cine). Eso parece entenderlo sin problemas los niños chicos, que siempre dicen “cuéntamelo otra vez”, o en versión actual piden ver por enésima ocasión la misma película. Y eso que en la infancia la memoria no falla: se acuerdan de cada episodio, se aprenden los diálogos, no se pierden detalle. Quizá sea un privilegio de la edad adulta que, al no acordarse ya el lector con tanta lucidez de ese relato capaz de redimirnos de la vida diaria, puede volver a leer con la misma ilusión desde el arranque cosas como “en un lugar de la Mancha...”

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