Porfirio Muñoz Ledo es único en el sistema político mexicano. Durante medio siglo vivió el poder de 10 presidentes, dentro, cerca, aliado o en la oposición, y es el campeón de las primeras veces, por ser el primer líder de dos partidos, el primero en interpelar a un presidente en su informe presidencial, el primer miembro de la oposición en ser presidente del Congreso, y de ser el primer senador de un partido que no era el PRI. Político formado en la cultura del despotismo ilustrado mexicano, es sin duda uno de sus más brillantes oradores y el arquitecto más persistente de una reforma que revolucionara el país. Muñoz Ledo, que cumplió esta semana 80 años, difícilmente verá consumado por lo que luchó durante décadas. Ni siquiera es seguro que su cruzada para cambiar el sistema político que lo procreó, avance hacia el régimen semi parlamentario en el que él, quizás el más cercano al modelo de los políticos franceses, intelectuales-políticos, tanto soñó. Con todo, su palmarés no está completo, porque nunca estuvo cerca de lo que siempre pensó era su destino: la Presidencia de la República. Su ambición política siempre fue de la mano de su vanidad personal, una diada perversa que le puso límites y, quizás, generó una frustración que empezó a incubarse hace más de 30 años. Durante la sucesión presidencial de Luis Echeverría, cuando Muñoz Ledo, quien había sido su redactor de discursos durante su propia campaña en 1970, secretario del Trabajo y presidente del PRI, recibió una llamada temprano desde Los Pinos donde le avisaban que el presidente iba hacia su casa. Muñoz Ledo, que en ese entonces vivía en el Sur de la Ciudad de México, se paralizó. Eran los días en que Echeverría, en la vieja usanza mexicana, estaba por designar a su sucesor. Cuando llegó Echeverría, casi sin hablar caminó hasta el jardín, y le dijo: “Es muy pequeño para recibir contingentes”. Años después, Muñoz Ledo recordó: “En ese instante creí que el dedo me había iluminado. Y compré el terreno de atrás”. Pensaba que la frase de Echeverría le anticipaba su destape, y que no habría suficiente espacio para recibir a los contingentes del PRI que ofrecerían tributo. Años después, interpretó también un consejo sobre la sucesión que le pidió el presidente José López Portillo, como un momento de definición, y le respondió al pedirle su opinión sobre los aspirantes, que el mejor candidato era él. Una vez más se había equivocado. Muñoz Ledo, que corría en miles de revoluciones por minuto, debió haber pensado que el país no lo aprovechaba. ¿Cómo era posible que él, brillante como pocos, ocurrente, con una red de relaciones en el mundo superior a la cualquier canciller, que se hablaba de tú con François Mitterrand y con Willy Brandt, con Mario Soarez y Olof Palme y Felipe González, que jugaba con Jeanne Kirkpatrick en la cima de su poder diplomático, podía no haber sido nunca candidato a la presidencia? Cuando lo logró en 2000, fue patético: candidato del Partido Popular Socialista, un viejo engendro del PRI que llevaba años viviendo muerto, en donde se montó para sumar ese cargo a su biografía. Era innecesario, pero Muñoz Ledo, quien no sabe de finales de camino, no lo pensó. Empezó entonces la larga caída de un político que dilapidó toneladas de prestigio en los últimos años, pero que acumuló tanto a lo largo de su vida, que todo lo negativo tiene menor peso y trascendencia que lo positivo. Impresionantemente brillante, hábil, conocedor, encantador con la mente y la palabra, pero ante todo, con un oficio refractario a todo. En una ocasión, como embajador de México en las Naciones Unidas, preparaba un discurso en el Consejo de Seguridad, el órgano político máximo del organismo, a donde había pujado para que México ingresara, en aquellos tiempos cuando la política era no participar en el Consejo para evitar compromisos o choques con las potencias nucleares. Le leía el borrador a un periodista que se asombraba por la dureza de las palabras. ¿No tendría problemas con el presidente López Portillo? Muñoz Ledo, con aires de suficiencia, le confió: ninguno de los párrafos escritos, eran originales. Todos estaban tomados de frases que en sus propios discursos, había pronunciado el presidente. Su enorme capacidad oratoria cautivaba, aunque en no pocas ocasiones, cuando incursionaba en la improvisación, otro de los terrenos que dominaba, se metió en problemas por las ocurrencias formateadas como sound bites. A Vicente Fox lo llamó como “Foxtrot” por sus botas de vaquero, y luego describió su mundo como “Foxilandia”. En otra ocasión, al referirse al ex gobernador de Chiapas y ex secretario de Gobernación Patrocinio González Garrido, lo llamó “Patrosimio”, que encontró la dura respuesta de que lo acusaran de homosexualismo. Pero quizás nada fue tan fuerte como haber despreciado a quien en la Facultad de Derecho fue su vicepresidente en la sociedad de Alumnos, Miguel de la Madrid. Muñoz Ledo nunca dejó de llamarlo “Miguelito”, lo que irritaba al presidente, con quien se incubó su quiebre definitivo con el PRI, al que había presidido en momentos vergonzosos: en los setenta, negoció con el líder del extinto Partido Auténtico de la Revolución Democrática que no reclamara la victoria de Alejandro Gascón Mercado en la gubernatura de Nayarit, y que la entregara al PRI. Despojado de su armadura tricolor, fue uno de los que rompió con el PRI y lo rompió por dentro. La batalla se dio en el campo económico, donde se opuso junto con un grupo de priistas al modelo neoliberal que se impuso en 1975, y política, al exigir la inclusión en puestos de elección popular. En lo económico, Muñoz Ledo reconoció años después, fracasaron. El neoliberalismo no sólo se impuso, sino que dejó en forma consecutiva a dos presidentes. En lo político, sí se transformó México. En esos años, Rodolfo González Guevara, uno de los pensadores liberales de la escuela de Jesús Reyes Heroles, observó desde su tribuna como embajador de México en España, el surgimiento de la Corriente Democrática en el PSOE, que lo llevó a plantear una dentro del PRI que oxigenara al partido por dentro y al sistema político por fuera. Pero De la Madrid no era Felipe González, y en lugar de permitir que muriera por inanición, la combatió. Con Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo a la cabeza, el PRI se partió y concluyó lo que comenzó con la reforma política de 1977-1978: la formación y consolidación de una izquierda legal y competitiva en México. De ahí surgió el Frente Democrático Nacional que desafió y despojó de la hegemonía política al PRI en 1988, con lo que se inició la transición democrática y la alternancia en el poder, uno de los momentos climáticos en la vida de Muñoz Ledo. Este, quizás, es un instante en la historia no tan valorado por los acontecimientos que le siguieron, pero que no hubieran sido posibles sin personas que como él, se enfrentaron ante el autoritarismo con talento e inteligencia, y abrieron la puerta para el México en el que hoy vivimos. rrivapalacio@ejecentral.com.mx Twitter: @rivapa