Viernes, 22 de Noviembre 2024
Entretenimiento | Enrique Navarro

Visiones de Atemajac

Francisco Goitia (12)

Por: EL INFORMADOR

Los trabajos que Goitia realizó en la etapa que colaboró para el proyecto antropológico de Gamio (1918 a 1925) se caracterizan tanto por ayudarle a evolucionar su estilo y afanes estéticos, como por escudriñar (con lupa) el alma y envoltura carnal de los indígenas mexicanos, buscando, quizá, referentes útiles para su propio autoconocimiento. Recordemos que Goitia tenía una fuerte carga genética indígena. Recordemos que como pocos artistas mexicanos comprendió tal condición. Él vivió y era parte de los más pobres y marginados del país. Él vivió y sufrió con los de abajo: con los indígenas. Aquí no cabe retórica o demagogia. Fue su proyecto de vida: compasión humanizadora traducida en representación pictórica. Arte genuino para un pueblo entañable. Tal cual, sin más.

Tres obras destacan -a mi juicio- de este conjunto, a saber: Cabeza de muchacha indígena con trenzas, Niño indígena sentado y El velorio. El primer trabajo es un dibujo al carbón sobre papel de 38 por 39.5 centímetros. El registro antropológico que el proyecto le demandaba a nuestro artista fue, en realidad, un mero pretexto. Goitia, al registrar esta cabeza, funge como un médium. Se deja poseer por la reconcentrada energía de la mujer indígena; la vive, la sufre y la interpreta expulsándola. ¿De quién es el ceño fruncido, la tensión y la mirada rabiosa, retadora? ¿De la mujer o del artista? Me atrevería a decir que no es exclusivamente alguno de los dos: son todos. Se pueden encarnar en la mirada magnética de esa mujer todos los rostros de quienes sufren miseria, abandono, ignominia. Podemos adivinar en esos ojos la mirada vidriosa, rojiza, encolerizada de Zapata. Lo mismo podemos ver en quien, desde los camellones y las urbes caóticas, se asoma, desesperado, a las ventanillas del veleidoso carro de la modernidad y la justicia social o en aquel que resiste, desde su trinchera, el embate de la disolución cultural. Piden respeto y oportunidades. La mayoría de las veces solo obtienen desprecio racista y retórica disfrazada. Goitia aseguraba que el arte era un acto religioso, un servicio social. Solidario. Amoroso. Goitia practicaba la caridad.

En el desarrapado Niño indígena sentado, que el maestro dibujó al pastel en un papel de 58.5 por 42 centímetros, es también evidente el drama de la condición indígena. Lo es doblemente. No solo por el personaje, sino por las proyecciones del artista. Pero lo es con un ingrediente especial: denota el profundo cariño que Goitia profesaba por los niños. Esto es inocultable. Hay ternura, candidez y actitud lúdica. El niño pudiera ser él mismo deambulando, soberano, por los campos y arroyos de su natal Patillos. Apenas se sugieren los ojos del niño. Su pelo y sombrero los tapan. Sin embargo, ¿quién puede negarlo?, se adivina un guiño cómplice en la penumbra.

¿Cómo resuelve Goitia este trabajo? Sobre un papel de tono medio (sepia) extrae luces y sombras. El contraste es violento y los trazos son expresivos, vigorosos y rítmicos. La gestualidad nos remite a un genuino expresionismo. Mexicano o europeizante. Da igual. Expresionismo al fin, con toda la carga social y psicológica que esta vertiente implica. La composición es sencilla y magistral: una línea ondulante serpentea a lo largo del formato. Estamos frente a una cobra seduciendo al espectador.

navatorr@hotmail.com

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