Paisajes oníricos a través de la música

GUADALAJARA, JALISCO.- En la escalada de popularidad de las bandas representantes del post-rock, hay una agrupación que se ha cocido aparte (y esto sin demeritar la calidad musical y el talento creativo de los demás congéneres que sostienen la bandera del estilo). A Sigur Rós (rosa de victoria, en su traducción al castellano) le tocó nacer en Islandia, en latitudes más cercanas al Polo Norte y a Björk que a Estados Unidos, el país que dio cobijo y cuna a las agrupaciones que hoy son consideradas como pilares del género (Slint y Low, sólo por citar a dos de muchas que los puristas de la música defienden como padres).

Pero, mientras las discusiones acerca de las raíces del post continúan avivadas por críticos y seguidores, a Sigur Rós le adjudicaron un nicho dentro el estilo en un afán colectivo por hacer identificable –y hasta etiquetable- su trabajo. Sin embargo, ahí (en los compases lentos, en las progresiones armónicas y en la larga duración de los temas propios del género) sólo encontraron la primera base, una capa de las muchas que componen su mosaico auditivo que se diverge en líneas y tendencias sonoras melódicas/melancólicas provenientes tanto del dream pop como de la electrónica y la libre experimentación.

El encanto de los islandeses radica en tener la capacidad de dibujar paisajes oníricos a través de la música que se filtra por los oídos hasta explotar en sonrisas o lágrimas (si la lengua islandesa no es de fácil interpretación de este lado del Atlántico, mucho menos lo es el volenska, dialecto inventado por Jón Birgisson, el líder de la banda, para matizar las composiciones con un timbre de voz que se asimila a un susurro dolorido).

La trayectoria musical de Sigur Rós se resume en siete álbumes de estudio, un documental de reciente edición (Heimma), más de dos millones de discos vendidos en todo el mundo e innumerables giras internacionales.