David Bowie supo desde el principio que lo normativo y lo cotidiano eran una prisión para lo que él era. No había un camino para su destino en la escena musical tradicional. Cantar frente al escenario con una guitarra y entonar melodías de desamor era ya un recurso que no suscitaba los suspiros de nadie. Había decenas de adolescentes desamparados con guitarras haciéndose y buscándose un camino en la industria, y cuyas melodías tristes no había de recordar nadie nunca.No: en Bowie había un universo inexplorado esperando por florecer en el fondo de sus ojos de colores distintos. Recurrió al espacio exterior, a la magia, y a la moda. Se maquilló un rayo atravesándole el rostro de lado a lado, como una cicatriz cósmica. Se alborotó el cabello como espinas de reptil. Jugó con lo que entonces era femenino, se vistió de pieles, se engrandeció en tacones. Llenó al rock de moda, de extravagancia, atuendos estrafalarios y estoperoles, cabellos multicolores y androginia, de una incertidumbre sexual: llevó glamour a la música.David Bowie fue muchas cosas a lo largo de su carrera. Un alienígena, un hombre de las estrellas. Un rockero legítimo. Un maestro de ceremonias, un sacerdote antiguo. Un ocultista, lector de astros, un evangelista profano con botones en lugar de ojos.Jugó con los sexos, con los colores, con la luz dentro de la sombra, con la música misma. Su figura misteriosa llegó a tal grado de enigma, que en alguna entrevista le preguntaron que si profesaba alguna clase de adoración; qué era lo que adoraba, a qué dioses o entidades crípticas se arrodillaba en culto. David Bowie, un ente pálido y enorme, con los ojos de colores equivocados, los dientes ingleses y el cabello de cresta de reptil, simplemente respondió: "la vida", dijo. "En realidad amo mucho a la vida". David Bowie nació un día como hoy, hace 77 años. Llegó directamente de las estrellas, bajo el signo de capricornio. Estaba esperando en el cielo, sabiendo que volaría las mentes.