Viernes, 22 de Noviembre 2024
Cultura | Por: Enrique Navarro

Visiones de Atemajac

Juan Soriano (IV)

Por: EL INFORMADOR

La adaptación de Juan Soriano a su nueva vida en la capital mexicana no fue, sin embargo, nada fácil. Tuvo que remontar varias cuestas complicadas. Una tenía que ver con su nuevo entorno familiar, ya que tuvo que vivir, en primera instancia, en un cuarto de azotea de la casa de unos parientes, el cual, por cierto, compartía con dos primos. Para un adolescente, la privacidad es materia muy apreciada.

Otro factor nos remitía al estrés (valga la expresión moderna) que le provocaba tanto la descomunal Ciudad de México como ciertos ambientes sociales a los que se enfrentaba. Él mismo aseguró que su nervioso temperamento juvenil lo traicionaba con frecuencia.

 “Pecata minuta”. Todo fuera como eso. Estos dos primeros aspectos tenían solución. El otro aspecto (a mi juicio el más delicado) consistía en demostrar a los demás y demostrarse a sí mismo su verdadera capacidad para desarrollar una vocación artística. Recordemos que, salvo algunas lecciones con el jalisciense Caracalla, Soriano era autodidacta.

Recordemos, asimismo, que si bien se reveló con el paso de los años como un pintor creativamente destacado, en realidad, los asuntos técnicos y académicos le implicaron un reto penoso o engorroso de difícil resolución.

Veamos sus retratos de la segunda mitad de la década de los treinta: adolecen gravemente de composiciones, estructuras dibujísticas y armonías cromáticas correctamente planteadas.

La transmisión, por tanto, de mensajes visuales expresivos y con calidad artística no se podía establecer, como si se logró, por fortuna, a partir de la década de los cuarenta, plenos de lirismo poético y gracia propios de la iconografía soriana.

Entre 1935 y 1940, Soriano fue un mozalbete frágil y un tanto cuanto desorientado, dando palos de ciego en lo artístico y lo social. Adolescencia pura, aprendizaje doloroso. Tenía que llenar a como diera lugar las carencias mencionadas.

En la entrevista mencionada hecha por Pitol, Soriano una vez más -honesto a toda prueba- reconoce que siempre tuvo ciertas inconformidades con la forma cómo resolvía ciertos cuerpos (no todos).

Este asunto del autodidactismo da para mucho. Cabe subrayar, solamente, que es absolutamente relativo: ni la academia más refinada, ni los conocimientos técnicos más sólidos, ni los secretos del oficio más sofisticado son garantía de un buen arte. Sí ayudan, nadie lo niega. Pero si se utilizan con una ortodoxia paralizante, son un estorbo: inhiben el natural fluir de la creatividad y el espíritu.

Por otro lado, también es cierto que sin un verdadero talento artístico, sin un genuino aliento vital, por más que alguien embadurne telas (sea empírico o con estudios), nada meritorio y mucho menos trascendente se puede plasmar. Más grave, además, es el caso de las vocaciones truncas, carentes no de capacidad, sino de voluntad y disciplina para encarar el destino. Ahora bien, la memoria y la historia del arte dan cuenta de los artistas y trayectorias que sí prosperaron.

Fue el caso de Soriano. Los aportes creativos y altos niveles artísticos y de comunicación humana hablan por sí solos. El olvido se encarga de todos los demás. Otros muchos, sin embargo, quedan en el anonimato resguardados por una suerte de limbo o por un estado larvario. Muchos años después y de repente, como emergiendo de un torrente subterráneo, salen a flote buscando su lugar. Justicia reivindicatoria. Es el caso jubiloso de Hermenegildo Bustos o de Vincent van Gogh, entre otros muchos no menos importantes.

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