Visiones de Atemajac

Con ciertos altibajos y ubicados en varios sitios de Guadalajara, me abocaré, en estas líneas, al análisis de -a mi juicio- tres de los trabajos murales de Alfonso de Lara Gallardo más destacados. Me referiré, en primer término, al bello mural de la Resurrección de Cristo pintado en el Templo del Calvario, ubicado en el fraccionamiento Jardines del Bosque. Proseguiré con la singular interpretación del Vía Crucis realizado en grandes bastidores para la Parroquia de Nuestra Señora del Sagrario, para finalizar con el gran mosaico bíblico pintado en lienzos desmontables para el muro principal de la Parroquia de San Bernardo.

Antes de repasar estos trabajos, cabe abrir un paréntesis para comentar la singularidad que la temática religiosa representa en nuestro medio y nuestro momento histórico. Recordemos que había caído en desuso avasallado por la secularización del arte y pensamiento decimonónicos y por el laicismo posrevolucionario. Una fue la gran tradición estética y nacionalista desplegada por el muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura y otra, muy diferente, las iconografías religiosas. De Lara Gallardo representa, por tanto, un enlace contemporáneo con una de las tradiciones culturales más añejas y arraigadas del imaginario popular mexicano como son las creencias y los mitos, los rituales y los dogmas del mundo católico.

El Templo del Calvario, para empezar el recorrido, aloja dos murales situados en el costado lateral derecho de la nave, pintados en el año 1975. El muro principal representa la Resurrección y está realizado con base en un programa compositivo sencillo pero eficaz: tres enormes figuras dispuestas horizontalmente emergen del gran muro. La primera (y más vigorosa) está pintada en tonos verdes secos y encarna una metáfora de la humanidad doliente. Destaca en esta gran figura alegórica la expresión del rostro, cruzado por un rictus de dolor e impotencia. La circunda -a manera de aura purificadora- un perímetro de llamas. Dentro del cuerpo podemos encontrar decenas de figurillas anónimas dramatizando las innumerables circunstancias e imponderables a las que el ser humano está sujeto en la vida terrenal.

La figura inferior representa al Cristo hecho hombre, pero yaciente y mortal. Su tratamiento se establece con base en tonos fríos contrastados radicalmente por zonas de amarillos y azules, rodeados de unos sugerentes trigales, así como de estructuras arquitectónicas del cercano Oriente dispuestas en la parte inferior a manera de basamento. La tercera figura presenta a un Cristo en actitud triunfante, soportado por líneas diagonales ascendentes y por tonos cálidos y luminosos.

Todo el conjunto, en suma, debe su impacto visual al afortunado programa compositivo y al hilo conductor que establecen las grandes líneas ondulantes, la profusión de los tonos verdes y la solidez formal suministrada por un cuidadoso dibujo. Dicho impacto no sería posible sin la congruencia ideológica-religiosa que nuestro autor pone en juego para transmitir con verdad el tema tratado. Es cierto que su discurso iconográfico parte de un temperamento exacerbado, pero también lo es que lo filtra por una visión actualizada de los dogmas católicos, así como por un estilo formal moderno vinculado a una figuración tan propia del arte visual de la región.

El muro más pequeño, ubicado a lo largo del pasillo de los confesionarios, relata el Sermón de la Montaña y muestra ciertas constantes del trabajo visual del maestro, como por ejemplo: un Cristo central, multitudes de personajes bíblicos y seculares trazados con líneas dinámicas y ondulantes, el empleo preferente de tonos grises y térreos salpicados por luces violetas y rosadas, y un sólido dibujo proclive a las distorsiones expresionistas del cuerpo humano.

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