Martes, 26 de Noviembre 2024
Cultura | Fernando Figueroa, periodista, narra su experiencia durante el maratón de NY en 2001

Un pueblo conmovido en una Gran Manzana amenazada

Lo que debió ser una crónica del maratón de NY en 2001, se convirtió en un texto que reflejó la conmoción de la ciudad

Por: SUN

Declaran que muchas personas habían dejado la tranquilidad de sus hogares para aterrizar en una Gran Manzana tensa. EFE  /

Declaran que muchas personas habían dejado la tranquilidad de sus hogares para aterrizar en una Gran Manzana tensa. EFE /

CIUDAD DE MÉXICO (10/SEP/2011).- A principios de 2001 me inscribí al Maratón de Nueva York, que se efectuaría el 4 de noviembre de ese año. Entonces no sabía que aquella aventura deportiva y turística desembocaría, el 6 de noviembre, en un llanto incontrolable en la sala de espera del aeropuerto JFK, minutos antes de abordar el vuelo de regreso.

Tenía que escribir una crónica de lo que había vivido al correr 42 mil 195 kilómetros y se me ocurrió empezarla en esa sala con pluma y papel. Redacté el primer párrafo, pero con el punto y aparte se desencadenó una catarata de lágrimas que no había experimentado antes en mi vida y que no he vuelto a experimentar jamás.

Entre la inscripción a dicho maratón y la mencionada lloradera hubo varios meses de preparación física -con el simple afán de completar esa grosera distancia- y un punto de inflexión que vino de fuera: el ataque de quién sabe quién (¿Osama?, ¿Bush?, ¿ambos?) a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre.

Reconozco -mea culpa- que al ver por la televisión esos edificios humeantes y su posterior derrumbe, no me preocupé tanto por la gente que estaba ahí sino por la posible cancelación de la carrera.

Esa actitud egoísta la pagué con intereses usureros -un día antes de la competencia- cuando visité la Zona Cero y pude ver miles de ositos de peluche depositados por los deudos en altares improvisados, que representaban a cada una de las víctimas mortales del atentado.

El pago de tal factura continuó durante la carrera, sobre todo al ver una leyenda en la camiseta de un competidor: “En memoria de mi hermano Jim (11-09-01)”, al igual que por una cartulina que contenía una frase en apariencia simple: “Gracias por venir”. Esas tres palabras condensaban un gesto de humildad de parte de un pueblo, tradicionalmente arrogante, ahora conmovido con la llegada de miles de corredores procedentes de otros países, quienes habían dejado la tranquilidad de sus hogares para aterrizar en una Gran Manzana tensa, con supuestas o reales amenazas de ataques armados y bacteriológicos (la palabra ántrax taladraba el inconsciente día y noche).

Rudolph Giuliani, entonces alcalde de NY, hizo el disparo de salida no con una pistola sino con un cañoncito, como para recordarnos -por si hiciera falta-  que EU estaba en guerra contra el enemigo en turno. Ese disparo era el estruendoso mensaje de que la ciudad regresaba a la vida.

En las partes altas del puente Verrazano (que conecta Staten Island con Brooklyn) era posible ver francotiradores como si se tratara de muñequitos de plástico, así como discretos barcos vigilantes en las tranquilas aguas del estrecho The Narrows.

Por una extraña asociación de ideas, un cartel con la leyenda “Don’t forget september 11” no me remitió a los avionazos contra el World Trade Center sino al día en que Pinochet bombardeó el Palacio de la Moneda, en 1973, con mano negra de la CIA.

El muestrario de razas y comunidades era conmovedor en un día de asueto que los  neoyorquinos usan para impulsar a los sufrientes o gozosos corredores. Completé el maratón en un tiempo que nadie podría presumir.

El lunes 5 de noviembre compré The New York Times para satisfacer el ego viendo la lista de quienes terminan la carrera antes de seis horas. Al día siguiente regresé a México sin imaginar que, casi 10 años después, estaría recordando aquellos hechos mientras la televisión repite hasta la saciedad imágenes del humeante Casino Royale de Monterrey, símbolo de un Estado (con mayúscula) casi fallido. El eterno retorno del horror.

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