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Cultura | ¿Escribir sirve de algo? No se puede cambiar al mundo sin la literatura

Le Clézio, entre el hambre y las paradojas

¿Escribir sirve de algo? La búsqueda del escritor lo ha llevado a una incipiente respuesta: no se puede cambiar al mundo sin la literatura

Por: EL INFORMADOR

El escritor de la ruptura, de la aventura política y de la sensualidad extasiada. Comité de Nobel cuando se galardonó a Le Clézio  /

El escritor de la ruptura, de la aventura política y de la sensualidad extasiada. Comité de Nobel cuando se galardonó a Le Clézio /

GUADALAJARA, JALISCO (28/NOV/10).- El mundo está lleno de paradojas pero aquí buscamos un bosque; y mientras eso sucede, el estómago vacío de Jean-Marie Gustave Le Clézio está sintiendo hambre en su recuerdo. Cuando este francés se plantó frente al jurado que le otorgó el premio Nobel en 2008, les dijo lo que él ya sabía desde niño que: “La literatura no sirve para cambiar el mundo, pero no se puede cambiar el mundo sin la literatura”.

Quizá no haya otro premio Nobel que pueda narrar el hambre desde adentro; ahí donde la miseria se entrelaza con la guerra, Le Clézio combinó su tinta con los recuerdos; el resultado es una obra dramática.

Jean-Marie es hijo de un médico africano con instinto parisino al que le dedicó su libro El africano para recordar una infancia lejos de su padre. Durante mucho tiempo imaginó que su madre era la africana, por eso se había inventado una historia donde él, un rubio de ojos celestes, no cabía; inventó un pasado para huir de la realidad hasta que regresó al

Continente Negro a precisar la decadencia de su padre. En ese libro escribe sus pendientes con la infancia: “Hubiera sido necesario crecer escuchando un padre contar su vida, sus canciones, acompañar a sus hijos a cazar lagartos o pescar cangrejos en el río Aiya. Pero, ¿para qué soñar? Nada de todo eso era posible”.

Le Clézio explica en sus novelas la importancia que tuvo la familia en su historia personal “Todo ser humano es resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero están allí con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manías, sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y el de su pelo, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo ha pasado a nosotros”.

Jean-Marie Gustave Le Clézio nació el 13 de abril de 1940, dos días después de que Alemania invadiera Dinamarca y Noruega para seguir una guerra que produciría tantos muertos como películas. La Segunda Guerra Mundial es un vaso comunicante entre su vida y ese instante, el de diciembre de 2008, cuando el parlamento sueco lo condecoró por ser considerado como uno de los maestros de la literatura francófona contemporánea. Le Clézio fue calificado como “el escritor de la ruptura, de la aventura política y de la sensualidad extasiada. Es un explorador de la humanidad más allá y por debajo de la civilización reinante”.

Aquella noche, cuando el parlamento lo escuchaba, enfundado en un traje negro con una camisa impoluta, Le Clézio recordó a su padre, pero sobre todo, la guerra:

“Si examino las circunstancias que me llevaron a escribir —y esto no es mera autoindulgencia, sino un deseo de precisión—, veo con claridad que el punto de inicio para mí fue la guerra. No la guerra en el sentido del tiempo específico de un magno trastorno, donde se experimentan eventos históricos, como la campaña francesa en la batalla de Valmy, como la retrata Goethe del lado germánico o mi ancestro François por el bando de la armée révolutionnaire. Este debió ser un momento de exaltación y patetismo. No: para mí, guerra es lo que los civiles experimentan, niños pequeños primero y todos los demás. Ni una sola vez la guerra ha sido para mí un momento histórico. Estábamos hambrientos, estábamos temerosos, teníamos frío, y eso es todo”.

Su último libro en español es La música del hambre (Tusquets, 2008), una novela que cuenta la historia de Ethel, una niña que sin saberlo ha perdido todo y padecerá un hambre que no se siente en las entrañas sino en la soledad. En ese texto, publicado meses después de recibir el Nobel, habla del hambre que lo motivó a escribir.

“Conozco el hambre, la he experimentado. De niño, al final de la guerra, me cuento entre quienes corren por la carretera junto a los camiones de los americanos, tiendo las manos para alcanzar las tabletas de chicle, el chocolate y los paquetes de pan que nos arrojan los soldados. De niño, tengo tal sed de grasa que me bebo el aceite de las latas de sardinas, lamo  con delicia la cuchara de aceite de hígado de bacalao”.

Las paradojas de la creación literaria

El hambre es de silencios y latitudes; cualquier niño mexicano de la segunda mitad del siglo pasado recordará los berrinches que tuvo que hacer para evitar el consumo de aceite de hígado de bacalao cuando México era el cuerno de la abundancia, mientras que Le Clézio recuerda haber lamido las cucharas que el Ejército estadounidense dejaba a su paso.

Cuando el hambre se relaja, la creatividad amenaza con aparecer. El autor habla de su primer encuentro con las letras: “Recuerdo, sin embargo, que durante los años siguientes a la guerra carecíamos de todo,  particularmente libros y materiales para escribir. A falta de papel y tinta, realicé mis primeros textos y dibujos en la contraportada de los libros usando un lápiz bicolor, rojo y azul. Esto me dejó una cierta preferencia por el papel rugoso y los lápices ordinarios. A falta de libros para niños, leía los diccionarios de mi abuela. Eran como un maravilloso portón, a través del cual me embarqué en el descubrimiento del mundo, a hacer preguntas y fantasear mientras miraba las láminas ilustradas y los mapas y las listas de palabras poco familiares”.

Y cuando Jean-Marie quiere seguir hablando del tema, frente a tantos funcionarios en Suiza que están ahí para admirar al que ha sido convertido en el último fetiche de la literatura francesa, Le Clézio no puede olvidar su pasado, como si su infancia hubiera sido su destino. “Es fácil entender, en ese contexto, el deseo de escapar —y de ahí, el deseo de soñar y de poner esos sueños en la escritura—. Mi abuela materna, sin embargo, era una gran contadora de historias, y se sentaba durante las largas tardes a contar sus historias. Éstas eran siempre muy imaginativas y su escenario eran los bosques —quizás en África o en Mauritius, la isla de los Macabeos—, donde el personaje principal era un mono que tenía mucho talento para las travesuras y cuyas inquietudes siempre lo llevaban a las más peligrosas aventuras. Después, viajaría a África y pasaría tiempo allí, para descubrir el verdadero bosque, uno donde casi no había animales”.

Le Clézio regresa

Le Clézio regresa en México. La primera vez que pisó tierra azteca fue en 1970 por equivocación: arribó a nuestro país como castigo al ser obligado a prestar su servicio aquí después de ser expulsado de Tailandia por protestar contra la prostitución infantil; aprovechó la estancia y se quedó 30 años para escribir sobre Diego y Frida y su amor revolucionario; también para reflexionar sobre la cultura mexicana hizo El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido, del que se rescatan ideas de cómo se ve el México de ayer surgido de una convulsión cultural.

El currículum de Le Clézio está lleno de sellos en el pasaporte, pero formalmente hizo sus estudios en Niza y se doctoró en letras por el Collège Littéraire Universitaire. Jamás, desde muy temprana edad, ha dejado de escribir. Ya consagrado con su primera novela, Le procès-verbal —galardonada con el Premio Renaudot—, pero incómodo en la vida cultural parisiense y ajeno a las modas literarias, Le Clézio llevó su nomadismo entre Asia y América.

Es autor de más de 30 novelas, entre las que destacan: La cuarentena, El pez dorado, Desierto, Onitsha, La música del hambre y Mondo y otras historias. Además del Nobel ha recibido los prestigiosos premios Renaudot y Paul Morand. Pero él sigue buscando el bosque.

El bosque de las paradojas

Cuando Le Clézio se enteró de que había sido galardonado con el máximo premio que puede recibir un escritor, el francés escribió un discurso donde se preguntaba si valía la pena su trabajo; ahí encontró ese bosque que estaba buscando: “Este ‘bosque de paradojas’, como lo llamó Stig Dagerman, es precisamente el numen de la escritura, el lugar desde el que el artista no debe intentar escapar: al contrario, él o ella debe desplegarlo en orden de examinar cada detalle, explorar cada rincón, nombrar cada árbol. No es siempre una estancia agradable”.

En su obra reflexiona que, si hay una virtud que la pluma del escritor debe tener siempre, es que nunca debe ser usada para alabar al poderoso, “ni siquiera con el más imperceptible garabato”. ¿Por qué escribir entonces?, se pregunta al momento mismo en que se responde: “De un tiempo para acá, los escritores han dejado de lado la presunción de creer que pueden cambiar el mundo, cosa que harán a través de sus historias y novelas, germinando un buen ejemplo de cómo debería ser la vida. Sencillamente, ellos quieren respaldar su testimonio. Ése es otro árbol en el bosque de las paradojas”.
Es cierto, Le Clézio ha escrito entre el hambre y ese bosque de paradojas el que le ha dejado clara una cosa: la literatura no sirve para cambiar el mundo, pero no se puede cambiar el mundo sin la literatura.

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