Lunes, 25 de Noviembre 2024
Cultura | Periodo revolucionario y posrevolucionario

La regeneración social en Jalisco

En la segunda década del siglo pasado, la embriaguez, juego,corridas de toros, vagancia y consumo de tabaco fueron prohibidos

Por: EL INFORMADOR

La persecución contra los que rompieron las normas morales y las prohibiciones se recrudeció durante la Revolución.ELINFORMADOR  /

La persecución contra los que rompieron las normas morales y las prohibiciones se recrudeció durante la Revolución.ELINFORMADOR /

GUADALAJARA, JALISCO (21/NOV/2010).- El comienzo de la Revolución Mexicana trajo a Jalisco un estado permanente de desorden ocasionado por las continuas refriegas entre tropas federales y revolucionarias, y luego entre las diversas facciones del levantamiento armado. Los conflictos afectaron la vida cotidiana en los distintos cantones, y para efecto de combatir los problemas, la moral y las costumbres —al igual que en el porfiriato—, fueron materia de Policía.

Para ello, la persecución contra los que rompieron las normas morales y las prohibiciones se recrudeció, con el afán de convertir a una sociedad considerada de origen viciosa, inmoral y criminal en una sociedad sana, honrada, trabajadora y puritana.

Pero ese pánico moral propagado por los gobiernos revolucionarios tuvo por objetivo, según el historiador Alan Knight, lograr la integración nacional y el desarrollo económico a través de la regeneración social (Alan Knight. La Revolución Mexicana).

Los gobiernos revolucionarios y los que les siguieron mostraron su preocupación por construir un nuevo tipo de hombre diferente al que consideraban como prototipo del porfiriato, al que calificaban como indolente, lleno de vicios y propenso a cometer cualquier tipo de delitos. Si bien continuaron siendo las clases populares las que pagaron el costo de esta nueva moralidad revolucionaria, las clases medias y altas no escaparon de ser también afectadas por ésta.

En ese contexto, la prisión jugó, además del papel reservado para una institución de control social, una importante función política, principalmente de carácter represivo. Las celdas de la penitenciaría “Antonio Escobedo”, una vieja prisión fundada en 1844, albergarían desde revolucionarios, militares,  periodistas,  socialistas, etcétera, incluso aquellos delincuentes que la legislación del nuevo régimen fuera construyendo, con la idea de imponer el modelo de un “hombre nuevo”. Por ello, la persecución policial y el encierro se centraría también en ebrios, jugadores, homosexuales, inmorales, santones, ebrios, niños de la calle y drogadictos.

Por eso este trabajo examina el período 1915-1925 en Jalisco, en el que se aplicaron estrategias y políticas surgidas de la Revolución Mexicana, con el propósito de ejercer el control social sobre ciertos comportamientos que se consideraban como una mala herencia del antiguo régimen: el discurso prohibicionista del consumo del alcohol y la criminalización de los enervantes, y traza algunos de los comportamientos que podemos considerar como transgresores a la ideología revolucionaria.

Vida cotidiana

Con la turbulencia de los años revolucionarios y los que le siguieron no sólo se afectó la vida política y económica del Estado, también la misma vida cotidiana de sus habitantes, aunque hubo quienes la padecieron mayormente. Rafael Torres Sánchez observa que la violencia armada y política apenas alteró la vida cotidiana de la capital de Jalisco. Lo ejemplifica con la toma de ésta por el Cuerpo del Ejército del Noroeste en julio de 1914, en la que los tapatíos “reproducen su entorno inmediato como lo han venido haciendo desde antes del estallido revolucionario, y sus valores, costumbres, hábitos y tradiciones al enfrentarse al proyecto modernizador de los constitucionalistas, se sostienen” (Rafael Torres Sánchez. Revolución y vida cotidiana: Guadalajara, 1914-1934).

Sin embargo, es difícil imaginar que la vida cotidiana no fuese afectada en todo el Estado por la escasez y carestía de los productos básicos, el contrabando, el desempleo, la entrada y salida constantes de tropas y, por ende, la militarización de la ciudad, la persecución política y religiosa, la proliferación de manifestaciones, las luchas sindicales, o bien, en el campo, las frecuentes correrías y enfrentamientos de los ejércitos de bandos contrarios, la toma de pueblos, ranchos y haciendas, la destrucción de vías férreas, las constantes fugas de presos de las prisiones municipales, las ejecuciones sumarias, el robo o destrucción de cosechas y ganado, el recrudecimiento del bandidaje o, en lo general, la suspensión de las garantías individuales y hasta fenómenos naturales como los sismos de 1912 o las frecuentes epidemias (como la tifoidea).

El discurso y las prohibiciones

Para efecto de disminuir paulatinamente ese estado de las cosas, los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios tomaron diversas medidas. Algunas se presentaron durante el gobierno constitucionalista encabezado por Manuel Aguirre Berlanga, gobernador interino del Estado, prohibiéndose por decreto vicios como la embriaguez (decreto 74, conocido como la “Ley Aguirre Berlanga”), el juego y las corridas de toros, a las que el mandatario estatal calificó de “diversiones salvajes”. A esas prohibiciones se agregarían las peleas de gallo, las carreras de caballo, la vagancia y el consumo de tabaco en sitios públicos, el uso del calzón blanco y el del sombrero mexicano de ala ancha (que usaba principalmente la gente pobre).
Manuel Aguirre Berlanga promulgó en 1915 el famoso decreto 74, con el que combatió el vicio del alcoholismo, medida que tuvo el propósito de fortalecer los ideales de la Revolución Constitucionalista y el bienestar del pueblo. Su propósito regenerador veía en los Estados Unidos, Suiza, Japón y Noruega, entre otros, ejemplos de trabajo y de moral. Para el gobierno constitucionalista nuestro pueblo era falto de cultura, analfabeta en más de 75inclinado por un deplorable atavismo a la bebida alcohólica, con cuya acción cree ahorrar los sufrimientos inherentes a su situación precaria, encuentra en la taberna el abismo a que voluntariamente se arroja y arrastra a los suyos (Sección de Fondos Especiales de la Biblioteca Pública de Jalisco, a continuación abreviada como BPEJ. SFE)チh.

Berlanga justificó que el alcoholismo era el vicio que enviaba un mayor número de hombres inútiles a las cárceles, a los hospitales y manicomios. Señaló que la influencia directa del alcohol sobre la criminalidad provocaba que 80% de los individuos procesados por robo, heridas, homicidios y atentados contra el pudor, fueran alcohólicos. Con esta ley se prohibió la venta de alcoholes al menudeo, quedando prohibidas las cantinas y las reuniones de cualquier tipo, fueran domiciliarias o campestres, en las que se consumiera tal producto.

En 1917 se consideraba que los resultados de la ley antialcohólica “eran positivamente demostrativos y de poderosos alcances”, pues con dicha disposición se había logrado disminuir los delitos de sangre, las faltas de Policía, los casos de congestión alcohólica, la enajenación mental y la embriaguez consuetudinaria.  Sin embargo, contradictoriamente, el decreto 74 fue derogado el 16 de mayo de 1919, entre otras razones que se dieron, porque el consumo de alcohol en vez de disminuir había aumentado.

La condena al alcohol, al igual que el porfiriato, pronto fue asociada a otros fenómenos como el consumo de drogas.

Precisamente entre los delitos que mayores persecuciones llegaron a tener en este período estaban la venta y el consumo de drogas, iniciándose en este lapso su criminalización, la estigmatización de sus consumidores y la persecución policial de aquellos que vieron en su producción y venta un modus vivendi, como lo muestra la nota siguiente:

No es la primera vez que María de Jesús Sánchez tiene que pasar una temporada en Escobedo por dedicarse a vender la terrible yerba verde.
Ayer fue sorprendida por la Policía reservada en sus precisos momentos en que, a precios fabulosos, vendía los cigarros confeccionados por ella.
La Policía encontró en el corral de su casa un pequeño huerto sembrado de marihuana.

Como decíamos, la Sánchez, que es reincidente, tendrá que sufrir doble pena (BPEJ. SFE. Portavoz. 25 de julio de 1919).

Los años que siguieron al triunfo de la Revolución trajeron consigo una mayor participación del Estado por controlar y reprimir su consumo y se llegó a prohibir, en abierta colaboración con el gobierno norteamericano en su campaña antinarcóticos, la importación de las drogas incluyendo el opio, la cocaína, la morfina, la heroína y, en su conjunto, sus sales y derivados. Antes que finalizara 1915, la Secretaría de Hacienda llegó a considerar inmoderadas las importaciones de opio ya que observaba que en la mayoría de los casos se empleaba con fines distintos a los medicinales, lo que lesiona seriamente “los intereses de la sociedad”. Por tal razón prohibió la importación del opio y sus extractos y dispuso que, para evitar la entrada fraudulenta  del opio o las que provengan del contrabando, fueran remitidas a la Dirección General de Aduanas. Sin embargo, el éxito fue relativo, pues continuó comercializándose en farmacias, hospitales, cárceles, prostíbulos, cafeterías y otros sitios (Ricardo Pérez Montfort. Yerba, goma y polvo. 1999).

Alarmante toxicomanía

En 1925, en Guadalajara se consideraba alarmante el incremento de la toxicomanía, sobre todo de las drogas heroicas que eran consumidas por todas las clases sociales.

Transgresores e incorregibles

Si para los porfirianos la modernización fue una importante necesidad que debía lograr la nación para salir de su secular atraso, estableciéndose incluso mecanismos de orden y control social dirigidos especialmente a los sectores populares para que se regeneraran, y para los delincuentes a fin de que se rehabilitaran en las prisiones, los gobiernos revolucionarios no dudaron en manejar un discurso semejante e incluso más recalcitrante. Sin embargo, estas ideas de modernización siempre enfrentaron una realidad totalmente diferente, que se daba tanto en los amplios espacios rurales, en las calles de las ciudades y en las instituciones totales, como fue el caso de las prisiones.




La falsa romería
“El santo de Huentitán”


Si bien con la Revolución llegaron a la penitenciaría de Escobedo rebeldes, presos políticos, militares, así como delincuentes del orden común, también lo hicieron extraños personajes que abusaron del pueblo aprovechando su ignorancia, las creencias y el fanatismo de éste. Tal fue el caso de un llamado “santo milagroso”, que bajando del cielo como la voz popular, decía, se presentó en 1912 en Huentitán el Alto. Del famoso “santo” se expresaba que había sido enviado del cielo para anunciar la ruina de Jerusalén. Acompañado de un buen número de habitantes de esa población, de las aledañas y de la misma Guadalajara, convirtió a Huentitán en una verdadera romería, en la que los feligreses arrancaban trozos de sus ropas y de otros objetos para convertirlos en reliquias (BPEJ. SFE. “¿Un santo aparecido?” en La Libertad. Guadalajara, 17 de julio de 1912).

¿Quién era el “santito” a quien la Policía empezó a investigar? ¿Qué se sabía de él? ¿Quién era ese joven hombre que vestía un hábito blanco, con un rosario en la cintura y con capucha, y que alarmaba a la población con sus prédicas alarmantes? Tal asunto interesó a la Jefatura Política del 1er. Cantón, que comisionó al comandante y subcomandante del Cuerpo Auxiliar de Policía a que aprehendieran al “santito”. Lo obligaron a montar “a horcajadas en una flaca cabalgadura y no sin que los indígenas se hubieran disgustado por la falta de respeto hacia la ‘santidad’”.

En el interior del cuartel, el mayor Rangel hizo que se quitara su atuendo y se colocara uno de policía, descubriendo, en el personaje ridiculizado, su verdadero nombre y sus circunstancias: Macario García.

“Macarito García, que tiene una voz tan afectada que parece de afeminado, manifestó ser de aquí, vivir en una casa de la calle de Moro y haber salido para la Barranca, vestido de hábito, con objeto de pagar una manda que consistía en ese sacrificio y el cual duraría dos meses; que en un arroyo lo había encontrado un viejecito de Huentitán, quien lo invitó  para que pasara a su casa a lo que accedió de buen grado; que probablemente atraídos los vecinos por la razón de su vestidura, iban, lo veían, le daban limosna y se ponía a rezar con ellos al caer la tarde, pero sin predicarles nada. No obstante de que unos le llamaban ‘profeta’, otros ‘apóstol’, éstos ‘ermitaños’, y los demás, ‘santísimo’” (BPEJ. SFE. El “Santo aparecido” resulta ser un bribón de primera” en La Libertad. Guadalajara, 18 de julio de 1912).

Macario García, de apenas 20 años de edad, fue identificado por varios de sus vecinos en Guadalajara, siendo “reconocido por un afeminado”. Macario era originario del Cañón de Juchipila, Zacatecas, y trabajaba de cocinero en una casa de un tal Catarino Luna y fue apresado por “ratero” por éste, quien lo corrió de su servicio. Después de esto, manifestó a los reporteros que viéndose necesitado económicamente y al no encontrar trabajo había decidido disfrazarse de anacoreta a fin de “buscarse por este medio la vida”. Más tarde, vestido de paisano, fue trasladado a la penitenciaría ante la incredulidad de los fanáticos y puesto a disposición de la autoridad judicial competente. Producto de las limosnas recibidas se le recogieron a Macario García 200 pesos. El 19 de julio de ese año Macario fue extraído de la penitenciaría por una escolta de gendarmes, ignorándose el lugar de su paradero, aunque se supuso que fue trasladado a la Ciudad de México.

Si bien el caso de Macario no representaba un potencial peligro para los intereses de los nuevos gobiernos revolucionarios, el perfil de éste no encajaba en ningún sentido en el modelo de “hombre nuevo” que se deseaba forjar. Su imagen religiosa y su acercamiento con el pueblo representaban un problema de contaminación moral que, contrario al laicismo, estaba más cerca del fanatismo religioso de carácter popular que fue, precisamente, uno de los aspectos que el nuevo régimen deseaba combatir.

“Los quince sin gracia”
El laberinto sin salida


Explica de entrada una nota periodística de 1925 que, producto de las graves deficiencias de la legislación penal y el incremento de los delitos contra la propiedad, se tuvo que revivir el sistema de “los quince sin gracia”, que era una verdadera trampa y abuso para aquellos que caían en ella, contraria a la idea de la regeneración, profundamente estigmatizante y un revés a las garantías individuales. Dice el diario:
Supongamos que un ratero es sorprendido infraganti en un mercado por los agentes de la Policía. Si es posible, se le aprehende, se le traslada a los calabozos de la Inspección General de Policía, en cuyas oficinas se le retrata y se toman sus señas, y como señal infamante, se le rapa con el número cero. Al siguiente día es remitido a la Penitenciaría del Estado, donde el síndico del Ayuntamiento lo califica con “quince días de arresto sin gracia”, esto es, sin multa. Transcurrido el arresto, el pillo sale en absoluta libertad de la Alcaidía de la Cárcel; pero al trasponer los umbrales de la prisión, agentes policíacos, enviados ex profeso, lo detienen, es llevado a la Inspección General de Policía y, al día siguiente, devuelto a la Penitenciaría para ser calificado nuevamente con “quince sin gracia” repitiéndose el procedimiento indefinidamente.

De este modo hay individuos no solamente hombres grandes sino niños que sufren un encarcelamiento de seis, siete, ocho meses o más.

El procedimiento aludido da a las autoridades municipales la facilidad para salvar el escollo que presenta el artículo 21 de nuestra Carta Magna, que previene: “Compete a la autoridad administrativa el castigo de las infracciones de los reglamentos gubernativos y de Policía, el cual únicamente consistirá en multa o arrestos hasta por treinta y seis horas; pero si el infractor no pagare la multa que se le hubiere impuesto, se permutara ésta por el arresto correspondiente, que no excederá en ningún caso de quince días”(El Sol. 27 de noviembre de 1925).

La representación hecha por el diario de aquellos hombres y mujeres que cayeron bajo el sistema “quince sin gracia” reveló tres asiduos grupos: sospechosos, delincuentes ocasionales y delincuentes reincidentes. Una división que incluso facilitó la redada de aquellos individuos que no cabían en los nuevos esquemas morales de los regímenes revolucionarios.

En el grupo de los sospechosos cabían gente sin oficio, pendencieros, asiduos concurrentes a lupanares y cantinas, vagos, en ocasiones “souteneurs” (chulo, rufián), y cuya conducta en general hacía creer a la Policía que tales individuos eran “parásitos peligrosos”.

Los delincuentes reincidentes eran básicamente los ladrones: “Rateros vulgares que lo mismo roban una fruta o una prenda de ropa, que haciendo ‘la tijera’ extraen un portamonedas; son viciosos empedernidos; odian el trabajo honrado”.

El lugar destinado para todos estos “parásitos peligrosos” era el llamado “separo” en donde, según el periódico, pasaban el día descansando, “fumando a hurtadillas de los ‘bastoneros’ la cannabis”, jugando a los dados y a la baraja, y tal vez planeando los negocios que habrán de poner en práctica cuando estén en la calle.

Eran todos ellos la escoria social extraviada en un laberinto sin salida. Para ellos el futuro no congeniaba con el que intentaba construir la Revolución y molestaba con sus excesos, diferencias e identidades, al nuevo paisaje urbano que se trató de imponerse desde una óptica moralista. Para ellos la ingeniera social sólo se les ofrecería tras las rejas.

Conclusiones

Los primeros decenios que siguieron a la caída de la dictadura porfiriana  se significaron por el propósito que tuvieron los gobiernos revolucionarios de transformar a la sociedad mexicana (Vid Robert Buffington, Criminales y ciudadanos en el México moderno), principalmente en sus sectores populares. Y si bien se pretendieron combatir vicios como el alcoholismo o el consumo de enervantes, también se llevó a cabo una batalla contra la propia cultura popular que se expresaba en diversiones como las corridas de toros, las peleas de gallos y el juego de azar, o bien en su singular vestimenta en la que el sombrero de ala ancha llegó a ser prohibido.

Sin embargo, tales excesos de sustituir la cultura popular por la emanada de modelos extranjeros y puritanos, se significó por su fracaso. Las razones pudieron ser varias, incluso los intereses económicos a las que estaban atadas.

Ya en la década de los treinta, la vida cotidiana pareció adquirir la antigua normalidad. Un ejemplo es el testimonio que ofreció el escritor Salvador Novo en una visita que realizó a San Miguel el Alto, en la que pudo conocer las fiestas de esa localidad. Le llamó la atención las muchedumbres de rancheros e indios que jugaban sobre la mesa de juego, junto a barajas muy deterioradas, con pilas de pesos del cuño corriente mexicano. Señaló que en estos pueblos, los de Los Altos de Jalisco, es tradicional el gusto por el juego de azar y se igualaba a su arraigado fanatismo católico que se explicaba por “la idea de un paraíso que puede ganarse o perderse como un albur”.

Mientras las fiestas del albur, la del sacrificio del toro y la del gallo se mezclaban con un singular fanatismo religioso y adquirían de nuevo cotidianidad, los incorregibles de siempre y los de nuevo cuño se enfrentaban a la construcción de su etiquetamiento y estigma. Para ellos, la persecución y la cárcel se transformaban en la nueva readaptación.

Jorge Alberto Trujillo Bretón, académico de la Universidad de Guadalajara

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