Viernes, 29 de Noviembre 2024
Cultura | Primer capítulo de la novela 'No me dejen morir así' de Pedro Ángel Palou

'La madrugada que me iban a matar'

Conoce el primer capítulo de la novela 'No me dejen morir así' de Pedro Ángel Palou; una historia que muestra los momentos de un deceso anunciado

Por: EL INFORMADOR

Pedro Ángel Palou pertenece a la llamada Generación del Crack. ESPECIAL / Planeta

Pedro Ángel Palou pertenece a la llamada Generación del Crack. ESPECIAL / Planeta

I
La madrugada en que me iban a matar

Vamos a suponer que usted ya sabe que lo van a matar. Es como un gusanito que no lo deja en paz: la noche anterior, a media madrugada se despierta sudando frío, sabedor de que no hay de otra, de que de ésta ora sí ya no se salva ni rezándole al santo más milagroso o escondiéndose en la más inaccesible montaña. Intenta entonces volver a dormirse y hasta escucha clarito el primero de hartos disparos; ni cómo conciliar el sueño. Pues mire cómo son las cosas, así me enteré, a la medianoche del 20 de julio, de que me quedaban poquitas horas entre los vivos. Ni tiempo siquiera para arreglar mis asuntos o despedirme como Dios manda. No fue una corazonada, ésas habían ido y venido toda la santa existencia y me ayudaron a despertar antes de que el verdadero peligro atacara; de allí la leyenda de que yo nunca amanecía en el mismo lugar donde me había echado a dormir. En esas ocasiones, bien frecuentes cuando uno es un forajido, cuando anda huido como yo casi toda la vida, hay algo que te levanta con un susurro diciéndote que te peles, que la puedes librar. Es como si la mismísima muerte te avisara para ver si te le escapas, parece que le gustan los valientes a la pinche huesuda. Y haces lo que te toca, pones pies en polvorosa y muchas veces por un pelito le ganas otros días a la vida, o se los robas a la muerte, quién sabe.

Esa madrugada que digo, la del 20 de julio, fue bien distinto. No era un aviso, ni un malestar en el estómago: estaba claro que no tenía caso intentar escapar porque lo que una voz me vino a decir, clarito, sin palabras pero clarito, fue que ora sí me tocaba, que la pelona iba a venir por mí; ay jija, la muy inesperada y de la que no se puede finalmente rehuir. Y no iba a morir en paz, de viejo, en mi cama mientras soñaba. No. Me iban ejecutar como a una fiera incontenible, como a una serpiente venenosa. Me iban a coser a balazos y a llenarme de agujeros el cuerpo, los muy cabrones.

El día que me iban a matar no puede decirse, entonces, que amaneció, porque para mí nunca anocheció del todo. Me pasé las horas oscuras de la madrugada cavilando ya no sobre mi suerte —carajo, si mi suerte estaba echada—, sino sobre los años transcurridos, las tantas aventuras, la pinche revolución, las mujeres que fui amando, los hijos que me dieron, los pocos amigos, los leales. Los muy jodidos traidores, siempre tantos. El sabor de la arena del desierto. La boca seca, sin agua, cuando anduve escondido y no pude beber nada por siete días con sus tantas noches.

Cuarenta y cinco años y cuarenta y cinco días bien vividos pero mal dormidos, siempre a salto de mata, siempre como una presa, un animal perseguido. Eso fui, más que un hombre: un animal herido que se lame la sangre, espera a que cicatrice el tajo en la carne y antes de que cierre del todo vuelve a huir para que no lo ultimen sus enemigos. Un jaguar, dijo alguno. Ay, qué poco saben del desierto los catrines de la ciudad. Qué nada conocen de los coyotes hambrientos. De esa noche me queda la boca seca y la sensación del sudor frío. A mi lado me hubiese gustado tener a Austreberta Rentería, mi Betita. Pero estaba en la casa de la calle Zaragoza, en Parral, no en Canutillo, y Luz Corral no dormía ya conmigo, seguía enmuinada de que tuve otra mujer, una más entre todas las que amé. Así que Betita, allá en la hacienda, ni se enteró ni se inmutó, acostumbrada a mi peso muerto mal durmiendo y vociferando, entre sueños, los nombres de muchos de mis muertos y de mis tantas mujeres. Pero ella no reclamaba nunca, todo se lo guardaba, yo pensé, para mejor ocasión de usarlo en mi contra. Si despertaban sus hijos, Panchito e Hipólito, ahí sí que ella cortaba de tajo lo que estuviera soñando; aunque observando cómo roncaba, ida, revuelta en las mantas, en esa oscuridad me sentí más solo.

No quise despertar a Luz, tampoco pensar en cuando fuera viuda, cuánto me lloraría. Esa sería la última vez que vería un lucero en el cielo siempre desnudo de Chihuahua. Alguna vez dije que Parral me gustaba hasta para morirme; Que mi boca se haga chicharrón, pensé.

Mis horas estaban contadas. Recobrando la respiración, me dispuse a saldar cuentas con la vida. Vaya si debía varias. De frente al final, uno no quiere fingir o salir bien librado, ¡las cosas como son! Que nos caiga pues el diablo, ya qué más me queda, me dije. Escuchaba el ir y venir de los tlacuaches, el alba tímida, y me dio por recordar, como hacen los viejos y los sentenciados a muerte. Como hacen los que van a ser fusilados: un pinche recuerdo, caprichoso, los asalta. De dónde viene, nadie lo sabe. Oía roncar a doña Luz, como todos le decían a mi cansada mujer de antes en la habitación de junto.

Era la última noche. Una mujer me lo dijo al salir de Canutillo:

—Lo quieren matar, mi general; hace meses que han planeado cómo ajusticiarlo. Tenga cuidado, se lo suplico.

Y no le hice caso, porque uno no anda escuchando chismes, siempre me han querido matar. Ayer, antes de ayer, antes de que hubiese incluso ayer, yo ya era una presa, y sólo he sabido huir. Pero en la madrugada me desperté, como si tuviera una espina de cardenche enterrada en el corazón. El cardenche es también una música muy, muy triste de Durango; no tiene instrumentos, la cantan tres voces y dan ganas de llorar. Como ocurre si intentas quitarte la espina, porque lastima mucho más al sacarla que cuando se te clava. Me acuerdo de una frase en especial: «… yo ya me voy a morir a los desiertos». ¿No será eso mismo la vida, una espina de cardenche? A veces creo que mi alma no va a resistir más tiempo deambulando por el viento sin conseguir consuelo, porque sé que no está tranquila, siente que quedan muchas cosas por hacer. Ya me perdí cavilando. Hablaba de la noche, ¿no?

Pero también es otra noche en el recuerdo. Cuando se está a salto de mata en la vida se vive de noche; sólo a los que fusilan se les despierta muy de mañana, madrugándolos incluso en sus últimas horas.

Alguna vez los orozquistas —eran cinco mil pelados contra mis apenas quinientos mal comidos Dorados— quisieron emboscarme para que dejara Parral. Me hablaron por teléfono cuando recibieron mi misiva negándome a abandonar la plaza por mi condición de soldado:

—Soy Francisco Lozoya, de los tuyos; me agarraron en La Boquilla. Si me aguardas allí, me disperso esta misma noche.

Luego me di cuenta de que era una trampa, que quien hablaba era José Orozco, y le dije:

—Órale pues, desértate y aquí te espero —y le di las buenas noches.

Me largué de Santa Bárbara esa noche, al Rancho de los Obligados, como a cinco leguas.

Y así me fui, huyendo con los míos, a Las Catarinas, luego a la Sierra del Amolar, a Las Nieves; allí me esperaba mi compadre Tomás Urbina con cuatrocientos hombres.

Ya juntos éramos casi mil y nos fuimos para Torreón por municiones. En Mapimí se nos anexó Raúl Madero con unos ferrocarrileros que traía como soldados. Quién iba a pensar que el entonces jefe de la División del Norte, el general Victoriano Huerta, sería después un usurpador. Él estaba en Torreón y me dio órdenes de irme para Gómez Palacio. Luego me escribió el presidente Madero:

Pancho: Te felicito por tu lealtad. Ojalá siempre sigas como hasta ahora. Pide los elementos que necesites al señor general Huerta y mayor gusto me proporcionarás si operas de acuerdo con el mismo señor general.

¡Alimentábamos a la cucaracha!, que mientras, a lo mejor ya fraguaba sus intenciones de llegar a la podrida silla presidencial.

PERFIL

Sobre el autor

Hijo del escritor Pedro Ángel Palou Pérez, es autor de novelas, ensayos literarios y crónicas históricas. Pertenece a la llamada Generación del Crack, junto con Ignacio Padilla y Jorge Volpi.

De formación literaria —estudió Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla—, ha sido funcionario público, académico, profesor universitario, investigador, editor, promotor cultural, chef, árbitro de fútbol.

En 1991 obtuvo una maestría en Ciencias del Lenguaje en su alma máter y en 1997 se doctoró en en Ciencias Sociales por El Colegio de Michoacán.

Tras su paso por el cargo de secretario de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla con el gobernador Melquíades Morales Flores (1999-2005), fue rector (2005-2007) de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP).

Actualmente, tiene la columna Knock Out de la revisa latinoamericana Poder y Negocios. Es también columnista del diario El Universal.

Escritor residente y profesor visitante en Dartmouth College, fue promotor y director de la revista Revuelta, dirige la revista de cultura y pensamiento Unidiversidad de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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