Sábado, 23 de Noviembre 2024
Cultura | Por: Antonio Ortuño

El mundo alucinante

En conversación con los difuntos

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (04/DIC/2011).- No exigen a gritos una suite de lujo, no andan pavoneándose a través de los pasillos con su mejor sonrisa de contraportada, ni hacen declaraciones destempladas sobre los políticos del momento. No aparecen retratados en los diarios, ni abruman a los lectores con soporíferos recitales o abarrotadas firmas de libros. Si fueran un equipo de futbol, la sola mención de su alineación formidable provocaría que los rivales escaparan del campo dando de gritos. Forman buena parte –y quizá la más apreciable- de los catálogos editoriales. Tienen, por si fuera poco, el buen gusto de estar muertos.

Lejos de los reflectores de la prensa, lejos de las aglomeraciones de acarreados en los salones de lectura, los escritores muertos ofrecen sus obras sin moverse siquiera, yacientes en las estanterías, agazapados en las mesas de rebajas, observándonos con ojos vacíos en los carteles que los retratan.  

Son Homero y Jenofonte, pero también Shakespeare y Calderón. Hay entre ellos vanguardistas notables, como Breton o Artaud, y también formidables reaccionarios, como De Maistre o Kipling. Los hay divertidísimos (Ravelais, Chesterton, Highsmith, Ibargüengoitia), y los hay solemnes y hasta un poco melodramáticos (Sastre, Rousseau, Brecht). Lo mismo defienden con elocuencia envidiable las ideas más sangrientas de la historia (Pound, Neruda), que discurren con sincero humanismo contra la muerte del hombre por el hombre (Voltaire, Huxley, Sontag). No hay materia, por ignota o exótica que sea, no hay asunto humano que no les haya merecido una frase, un párrafo, una maldición. Han creado la filosofía materialista y la idealista y han renegado de ambas, han creado el psicoanálisis y sus refutaciones, y también esa forma hermana del sueño que es la poesía. Intuyeron y desarrollaron la teoría de la evolución, la del big bang y las arduas leyes de la física, y todavía se debaten para desmentir o acotar unas y otras.

Al contrario de otras actividades igualmente placenteras como el amor o el billar, la lectura se aprende mejor con los muertos que con los vivos. Desde luego que el muerto no puede autografiarnos el libro, pero a fin de cuentas, el autógrafo de un autor favorito vale, necesariamente, menos que su literatura, y ésta, casi con seguridad, menos que la de sus predecesores.

Un cadáver encerrado en un libro es el único que no apesta. Sus diálogos, sus obsesiones, sus manías y sus mezquindades no han dejado de decirse, no han desaparecido como desaparecieron las peculiaridades de tantos otros hombres. En sus estantes, en sus mesas de rebajas, los escritores muertos continúan la exposición perpetua de sus textos. Ya dijo Borges que dijo el payador: a veces la vida es muerte que anda luciendo.

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