Martes, 26 de Noviembre 2024
Cultura | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

Maples fue en sus mocedades un poeta de cierta notoriedad, y se acomodó en ese papel para el resto de sus días

Por: EL INFORMADOR

María Palomar.  /

María Palomar. /

No son muchos los diplomáticos mexicanos que han publicado sus memorias. Entre los que sí lo han hecho están Manuel Maples Arce (Papantla, 1898 – México, 1981) y Carlos González Parrodi (México, 1923-1996). Ambos trabajaron durante muchos años para el Servicio Exterior, aunque Maples, grillo de provincia con buenos padrinos, llegó a dedo y muy pronto fue jefe de misión, mientras que González Parrodi tuvo que ganarse el rango de embajador con trabajo y paciencia (y a veces doblando el espinazo).

Maples fue en sus mocedades un poeta de cierta notoriedad, y se acomodó en ese papel para el resto de sus días. En Mi vida por el mundo (Universidad Veracruzana, 1983) pasa de prisa y corriendo cuando tiene que mencionar a otros escritores-diplomáticos, a los que no da importancia alguna (algo que resulta a veces grotesco, como cuando no dice una sola palabra del enorme poeta que fue José Gorostiza, quien trabajó bajo sus órdenes en la misión en Roma al principio de la segunda guerra mundial). Vivió en Bélgica, Polonia, Inglaterra, Italia, Portugal, Panamá, Chile, Colombia, Líbano, Japón. Con todos los lugares y todos los sucesos que le tocaron a lo largo de su carrera, francamente extraña que las memorias de Maples Arce no resulten más interesantes, quizá por su egocentrismo nada disimulado y su desaliño en el estilo.

Por su parte, González Parrodi (hijo del escritor laguense Carlos González Peña) también vivió en muchos países y además fue secretario particular del canciller Carrillo Flores. Un tiempo estuvo como director de la Casa de México en la Ciudad Universitaria de París, donde los gentiles residentes le decían “gusano gobiernista” y se organizaban en una especie de sindicato golpeador. Su libro Memorias y olvidos de un diplomático (FCE, 1993) es mucho más divertido e interesante que el de Maples Arce, aunque quizá, como afirma un colega y amigo suyo, se abstuvo de contar muchas cosas que podrían haberlo hecho todavía mejor. Con estilo cuidado y buena mano narrativa, González Parrodi cuenta su larga carrera y como trasfondo deja ver con claridad los enredos e intrigas de la burocracia de la Cancillería, siempre al servicio de la mediocridad, el favoritismo y las pequeñas venganzas personales. Como no podía ser de otro modo, hay en estas memorias una quejumbre constante, quizás excesiva, por el mal trato en términos de remuneración y consideración hacia el personal, y no sólo de eso.

Quién sabe qué milagro de la propaganda oficial logró crear el mito del supuesto “prestigio diplomático” de este país. Salvo excepciones (a veces auténticos garbanzos de a libra, pero sin duda excepciones), el Servicio Exterior ha sido y es muy gris, y como gremio no goza ni de la décima parte de la calidad y la influencia que en Brasil tiene Itamaratí, sin duda la mejor cancillería del continente (por lo menos hasta que Lula le hizo tragar la farsa hondureña). Como para la mayor parte de los lectores el mundo de la diplomacia mexicana es un auténtico misterio, vale la pena asomarse por las ventanas que abren memorias como éstas.

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