Martes, 26 de Noviembre 2024
Cultura | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

Bueno, pues aparte de ser una de las construcciones más horrorosas del país, que ya es mucho decir, quién sabe a quién se le antojaría subirse al almodrote

Por: EL INFORMADOR

María Palomar.  /

María Palomar. /

El 7 de agosto El Universal informaba de una controversia sobre la decisión del Gobierno de la Ciudad de México de instalar un elevador en el monumento de la Revolución, que “se ha convertido en un monumento al elevador, denuncia la arquitecta Martha Fernández, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, y reclama: ¡Perdón! No puede ser posible que festejemos el centenario de la Revolución mexicana destruyendo el monumento a la Revolución”.

Luego interviene un señor del ICOMOS rasgándose sus respectivas vestiduras y diciendo que el elevador “destruye el concepto del monumento que fue proyectado por el arquitecto Carlos Obregón Santacilia, en los años treinta”.

Bueno, pues aparte de ser una de las construcciones más horrorosas del país, que ya es mucho decir, y emparentada muy de cerca con sus contemporáneas estalinistas y fascistas, quién sabe a quién se le antojaría subirse al almodrote (se supone que arriba pondrían un mirador con cafetería). Pero lo interesante del asunto es que eso que se empeñan en llamar monumento no es sino el residuo, desfigurado hasta el absurdo, de la incipiente magna obra proyectada para el Palacio Legislativo de México: una traición arquitectónica que con irónico tino conmemora tantas otras perpetradas en la revolución y sus inacabables secuelas.

Desde 1897 se había convocado a concurso para edificar un nuevo Palacio Legislativo en la capital, pero después de las trifulcas típicas de cualquier concurso mexicano fue sólo en 1904 cuando por fin se firmó el contrato y quedó al frente de la obra el arquitecto francés Émile Bénard (1844-1929). La mañana del 23 de septiembre de 1910 (durante la tercera de las cuatro semanas de festejos del centenario de la Independencia), don Porfirio y su gabinete presidieron la inauguración de las obras que, a seis años de comenzadas, eran todavía una pequeña parte del total de la inmensa construcción.

Bénard era una eminencia en el mundo de la arquitectura; formado en la escuela de Beaux-Arts, había participado en el proyecto de la Ópera de Garnier y recibió en 1867 el Gran Premio de Roma. En un muy bonito libro recién publicado por Artes de México, El sueño inconcluso de Émile Bénard y su Palacio Legislativo, hoy monumento a la Revolución, de Martha Bénard (bisnieta del arquitecto) y Javier Pérez Siller, se pueden apreciar los croquis, planos y demás elementos del proyecto (y de paso confirmar que era estupendo, sin relación alguna con su lastimoso residuo). Es un trabajo que documenta abundantemente la historia del fallido intento por construir uno de los palacios legislativos más imponentes de esa época, y también, tristemente, la del montón de mezquindades y frustraciones que tuvo que padecer el arquitecto Bénard, un hombre digno y recto que todavía en su penúltimo año de vida volvió a cruzar el Atlántico para intentar salvar en lo posible su proyecto y el trabajo de sus  colaboradores.

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