Viernes, 22 de Noviembre 2024
Cultura | Por David Izazaga

Crónicas FILosas

Delitos menores

Por: EL INFORMADOR

Ya son casi las cuatro de la tarde y Alma me pide que la acompañe al Oxxo a buscar algo para comer. Le digo que yo también tengo hambre, pero que no tengo gafete, así que no quisiera salir, porque tendré que esperarme hasta las cinco de la tarde para entrar, pagando además 20 pesos, que ya pagué el sábado y también el domingo. Me pregunta que entonces cómo fue que entré, si sólo se le permite, por la mañana, la entrada a profesionales. Le digo, mientras me acomodo la corbata que no traigo, que si acaso duda que lo soy. Es entonces que saca de su bolsa de Sport Bily un gafete y me lo da, mientras apura el paso hacia la salida. Yo me lo pongo, como si para salir lo exigieran, como si en el Oxxo nos fueran a hacer descuento por traer gafete. Alma se ríe mucho cuando le cuento cómo fue que en Colombia me enteré del nombre que tienen para esto que aquí llamamos gafete. Lo traía ya puesto, el primer día, pues me lo habían dejado dentro de un sobre en mi habitación. Me di cuenta de que mi nombre estaba bien, pero mis apellidos, como casi siempre, mal. Se lo dije a alguien y una amable cartaginense vino hacia mí para decirme: ¿Me puede prestar su “escarapela”?

Hemos comido ya algo que nos salió cuatro veces más barato de lo que hubiéramos pagado dentro de la Expo y quisiera decir que está no cuatro, sino tres veces más bueno, pero no —digamos, como todos seguramente lo saben— que se trata de un asunto meramente alimenticio y no de gusto.

Ahora vamos adentro de nuevo y Alma me dice que me ponga mi “escarapela”, pero ahora le digo que no, que éste es gafete, porque, para que sea “escarapela”, debe venir la foto (Jaime García Márquez me dijo que se llama así porque sale “la cara pelá”).

Ya estando adentro se lo devuelvo y le pido que me cuente algo interesante porque tengo que escribir ya. Alma es investigadora de la Universidad de Guadalajara y ésta es una de las primeras ocasiones en que viene a la FIL sin tener a qué venir, es decir, por puro placer. Me cuenta que le tocó hacer su servicio social cuidando un stand, hace ya casi 20 años. Ella no quiere que diga 20 años, que por no revelar su edad, pero, si también estoy usando un nombre falso, no veo por qué ocultar ese dato. Tampoco quiere que cuente que era muy común que en ese entonces ella y sus amigos, que también hacían su servicio de cuidastands, se hicieran de la vista gorda cuando veían que alguien se “guardaba” un libro bajo la chamarra o simplemente apresuraban el paso por el pasillo, con el libro en las manos.

¿Cómo denunciar a alguien que se estaba robando un libro de poemas?, me dice con vehemencia, como si quisiera convencerme de que no la delate. Casi me convence cuando me argumenta que es como denunciar a un niño hambriento que ha tomado un pan en un supermercado. En eso, pasa junto a nosotros una señora copetona que lleva, orgullosa entre sus brazos, un libro de J.J. Benítez, y Alma me dice: “En cambio, a ésa, aunque lo haya comprado, sí que la metería al bote”.

No lo creo, pero no se lo digo.

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