Aquella mañana la despertó un frío inusual. Un frío intenso, desconocido, que se sentía como un millar de agujas dentro del cuerpo. Clementina Álvarez se aseguró de que su hijo, que no pasaba de un año, estuviese bien cobijado, porque toda la casa emanaba el hálito gélido de un refrigerador. Su esposo era un bulto de piedras en la cama, ajeno al sufrimiento de la temperatura, y el amanecer en general se sentía como si algo incomprensible hubiera pasado en el mundo. Cuando Clementina se asomó por la ventana, lo primero que pensó es que eran plumas de pájaro: la calle estaba blanca. El pasto estaba cubierto de algo blanco. Algo blanco que estropeó los rosales del jardín, y que fulminó a los jacintos en sus macetas. Ni siquiera pensó en la nieve, porque jamás en su vida la había visto, y su mente se aferró al instante a la única imagen que encontró conocida. Se asustó de todos modos, porque no logró imaginarse qué podía estar pasando allá arriba, sobre las nubes, para que perdieran sus plumas un millón de aves en el firmamento. "Era como granizo, pero más blanco, pero tampoco era hielo", recuerda Clementina. "Era una caída de hielo, pero más suave".Clementina llamó a su esposo, y a como pudo, logró resumir su desconcierto en una frase de niña para la cual el mundo es nuevo: "sabe qué está cayendo del cielo". Su esposo se situó a su lado, comprendió al instante lo que pasaba más allá de la ventana, y la sacó de su error: "está nevando", le dijo.Así era. Sobre Guadalajara, una ciudad más bien caliente del Occidente mexicano, y que no es recordada por sus inviernos célebres, estaba nevando. En las calles de la metrópoli reinó un desconcierto feliz. Las avenidas, los barrios y las colonias de todos los días muy pronto se vieron invadidas por un manto de blancura, que se desbortó en todos los límites de la mañana. La nieve caía sobre las torres de la Catedral, sobre el jardín del Santuario, entre los camellones de Chapultepec, en los portales de Tlaquepaque.Nieve sobre Hidalgo y López Mateos; nieve sobre el Periférico y la carretera a Chapala, nieve en los huizaches de la Barranca de Huentitán; nieve cubriendo de escarcha las antenas recónditas del Cerro del Cuatro. Nevaba sobre los patos desconcertados del parque Alcalde, caía la nieve entre los pinos de los Colomos, nevaba sobre las cabezas de los niños en sus batallas temibles con bolas de nieve, en sus muñecos sonrientes que pasado el mediodía no serían más que un recuerdo derretido sobre la banqueta.Los trabajadores matutinos, abrigados hasta las cejas, aguardaban los camiones bajo aquella llovizna de plumas desprendidas que caían del cielo. Los estudiantes de las siete se sentían perdidos en esta Guadalajara desconocida, deslumbrante, que en el invierno efímero de su nevada fue más bella que nunca. Por un breve periodo de tiempo que para muchos fue eterno, Guadalajara fue otra. Si bien el pensamiento inmediato de muchos tapatíos se inclinaba a que la nieve respondía a las razones del milagro, lo cierto es que la nevada de 1997 en Guadalajara se debió a una serie de casualidades inauditas. A cientos de kilómetros de distancia de Jalisco, en la inmesidad del Pacífico, el fenómeno de El Niño calentaba las temperaturas del mar a un nivel inusual. El Niño es un fenómeno meteorológico errático, que cuando aparece ocasiona estragos múltiples en torno al Sur ecuatorial, y que fue especialmente intenso aquel invierno de 1997.Aquel desorden lejano conjugó las condiciones para que en Guadalajara la humedad del Pacífico se mezclara a su vez con temperaturas históricas menores a los 0°C, y durante la madrugada comenzaron a formarse en el cielo las nubes que al amanecer del día siguiente harían caer sobre la ciudad el regalo de la nieve. Ángel Meulenert Peña, investigador del Instituto de Astronomía y Meteorología (IAM) de la Universidad de Guadalajara, declaró en su momento que “la famosa nevada del 13 de diciembre de 1997 no es un caso que ocurre con mucha frecuencia, es muy difícil que se combinen todos los elementos que hagan posible que ocurra una nevada, es sumamente difícil”.No obstante, no era la primera vez que nevaba en Guadalajara, pues antes de 1997 ya se tenía registro de otra nevada hacia un siglo, un 8 de febrero de 1881, y cuyas circunstancias se quedaron perdidas en el tiempo. Fernando Aguilera entonces tenía 17 años, y no encontró en la nevada pretextos suficientes para faltar a la preparatoria. Estudiaba en la Vocacional, y recuerda el desorden feliz que había sobre la avenida Revolución; la nieve cayendo sobre los automóviles, las copas de los árboles cubiertas como con arena blanca, la gente vestida no como si estuviera en Guadalajara, sino en el Polo Norte. "Cuando llegué a la escuela no había ningún maestro, todos habían faltado", recuerda.Pero en lugar de decepcionarse vio aquello como un presagio, pues en el aula vacía tan sólo estaban él y una compañera que desde el principio le había alterado los sentimientos. Era una muchacha de Nuevo León, tenía un acento característico, y a Fernando le parecía la mujer más bella en el mundo. Aprovechando el buen augurio de la nieve, Fernando se le puso en frente con una determinación que pocas veces volvería a tener en la vida, y sin más preámbulos le confesó su sentir. "Me mandó a la fregada en corto", se carcajea Fernando, que no olvidará nunca la mañana de ese sábado, porque de algún modo u otro se quedó vinculado a los amores de su juventud. "Ni tiempo me dio de replicar".Rosa María tenía siete años cuando nevó en Guadalajara. Vivía en el barrio del Santuario, en una casona tipo vecindad junto con todos sus primos, tíos y abuelos, y recuerda que aquella mañana la despertó un grito como si se hubiese acabado el mundo. "Está nevando", bramó alguien en la calle, pero para ella no tuvo ningún significado en las penumbras de su sueño. Sus tíos entraron corriendo a la habitación donde dormían todos los niños, los despertaron a empujones, y los sacaron a la calle para que no se perdieran del espectáculo de la nieve cayendo sobre Guadalajara. Rosa María todavía recuerda a sus hermanos y a sus primos despeinados, con los ojos llenos de lagañas y saliva seca en los labios, sin comprender qué pasaba, hasta que la visión de la calle cubierta de nieve les hizo comprender que era cierto.Sus tíos prendieron la camioneta que sólo utilizaban para viajes familiares, y arrancaron a mitad de la mañana rumbo a Huentitán. Incluso se llevaron a la abuela, que sólo salía los domingos para ir a misa, pero que esta vez no puso resistencia porque aquel desorden en el cielo era una ocasión única en la vida. Iba toda envuelta en rebozos, con tres suéteres superpuestos, y nomás se le veían los ojos."Éramos como quince chamacos, ahí todos apretados en la camioneta, y n'ombre, se veía bien bonito", recuerda Rosa María. "La Barranca toda blanca, los árboles así, llenos de nieve. Eso sí, estaba haciendo mucho frío, pero a uno de niño no le importa, ahí andábamos según nosotros haciendo monitos y aventándonos bolas de nieve. No creas que era mucha nieve, era como pura escarcha, pero sí estuvo bien bonito. No, no, bien bonito. A mí no se me olvida". Tiempo después, algunas de las tías más drásticas de Rosa María vieron en aquella ruptura de lo cotidiano las razones que precipitaron la muerte de la abuela, y el cual es un reclamo que sostienen a costa de los años. Pero Rosa María no lo cree así. "Nunca vi a mi abuelita tan feliz", afirma. "Parecía una niña chiquita, hasta nos aventó bolas de nieve, y al final se regresó atrás en la camioneta con nosotros. Antes casi ni nos hacía caso". La nieve cayó durante un espacio de tres horas aquel sábado 13 de diciembre de 1997, hace veinticinco años. Tres horas que, no obstante, se quedaron en el corazón de los tapatíos para siempre.Desde entonces, seis gobernadores han pasado por Jalisco, diecisiete presidentes municipales han gobernado Guadalajara, siete rectores han estado al frente de la Universidad; la ciudad se convirtió en un mundo distinto para quienes vivieron aquella época, y muchos de los que disfrutaron aquel amanecer de hace casi 30 años han fallecido. De la nevada no quedaron más que imágenes y videos cuestionables en el internet, los recuerdos de quienes la presenciaron, el frío de quienes la padecieron y la añoranza de quienes la vivieron, pero la nieve como tal no regresó nunca. Al día de hoy, no ha vuelto a nevar en Guadalajara. FS