A 30 años de las explosiones del 22 de abril de 1992 en el Sector Reforma de Guadalajara, mientras representantes de colectivos de afectados denunciaron atención deficiente, autoridades afirmaron que les dan apoyo.Sonia Solórzano, del Grupo Unido de Personas con Discapacidad, aseguró que los gobiernos de los tres niveles no han hecho lo suficiente para resarcir el daño. Destacó que el fideicomiso está en riesgo de insolvencia, pues cerraría este año con sólo seis millones de pesos para atender a 57 personas.En contraparte, el Ejecutivo estatal informó que desde 2019 incrementó la aportación anual al fideicomiso, que pasó de un millón a un millón y medio de pesos. Resaltó que casi todos los beneficiarios reciben mensualmente 15 mil 558 pesos.El Ayuntamiento tapatío añadió que la aportación del municipio al fideicomiso fue de cuatro millones de pesos para este año: el doble de lo que se depositaba.Lilia Ruiz, presidenta de la Asociación 22 de Abril en Guadalajara, acentuó los retrasos en la entrega de medicamentos, equipos ortopédicos y terapias para los que desde hace tres décadas viven con las secuelas de la tragedia.Sin embargo, la versión de la administración estatal fue que ellos tienen garantizado el abasto de medicina y que los Servicios de Salud Jalisco han brindado 124 consultas médicas en lo que va de 2022.Óscar González, integrante de la Red Jalisciense de Derechos Humanos, remarcó que se aplicó una estrategia para dividir a los colectivos de víctimas y pulverizar los apoyos.Por otra parte, mientras el Gobierno de Jalisco subrayó que el gobernador entregó una carta el Presidente López Obrador para solicitarle que Petróleos Mexicanos (Pemex) reconozca públicamente su responsabilidad en las explosiones, en el Congreso local la bancada de Movimiento Ciudadano (MC) no votó a favor de crear una comisión especial para trabajar los pendientes en la atención de los afectados y buscar la “verdad histórica”.Las explosiones dejaron, de acuerdo con la versión oficial, 212 fallecidos, 69 desaparecidos y daños en calles, casas, locales comerciales, escuelas y vehículos. Fausto Gutiérrez González tenía 42 años aquella mañana del 22 de abril de 1992. Vivía en J. Luis Verdía, a media cuadra de Gante, en el barrio de Analco. Entonces se dedicaba, según la tradición familiar, al oficio de zapatero, en una casona típica de Guadalajara, con sus pasillos largos y floreados, su patio grande con un guayabo repleto de jaulas de canarios, y una arquitectura de vecindad que permitía la convivencia de decenas de familiares distintos.Fausto vivía con sus hermanos, sus padres, sobrinos, cuñadas y primos, además de la presencia de los vecinos ocasionales, los amigos, y las visitas infinitas. Era una casa que nunca se quedaba sola, y que siempre tenía sus puertas abiertas para todo el mundo.Era una mañana cualquiera, un día común de primavera, un miércoles más de Semana de Pascua, pero Fausto no sospechaba que aquella cotidianidad enrarecida era en realidad el conteo en retroceso de una bomba de tiempo. Un vapor fétido emanaba de los drenajes de las calles, y las tapas de las alcantarillas botaron como corchos. El pavimento hervía.A las 10:06, 10:09 de la mañana, en la esquina de la calzada Independencia y Aldama, a dos kilómetros de distancia de su casa, ocurrió el primer estallido. El suelo se sacudió desde adentro movido por una fuerza telúrica e irreversible, y la calle por donde la gente caminaba, se saludaba, sonreía, amaba y vivía, estalló en mil pedazos de concreto y banqueta despedazada en un eructo de devastación. Fue inmediato.Menos de un minuto después, las explosiones destrozaron las calles de Gante y 20 de noviembre, una zona familiar, habitacional. Y, en cuestión de una hora, cerca de 12 kilómetros de calles del Sector Reforma habían estallado ya de modo sucesivo, devorando todo a su paso. 30 años después de la pesadilla de las explosiones de Guadalajara en 1992, Fausto sigue teniendo vívidos todos los recuerdos de aquel amanecer indigno en el que no sólo se modificó sin remedio el rumbo de su vida y la de miles de personas, sino el de toda una ciudad, una época, un modo de vivir.Preámbulos de la tragediaFueron épocas de acontecimientos extraños. Meses antes de las explosiones, Guadalajara vivió una noche repentina que trastocó el mediodía: el eclipse solar de 1991. Los tapatíos observaron maravillados cómo las aves desorientadas regresaban a sus nidos en las jacarandas, y cómo poco a poco las estrellas se apoderaban del firmamento donde hacía unos instantes resplandeció el cielo azul. Entonces, más allá del horizonte de las catedrales, apareció el astro oscurecido, y por una fracción de arrobamiento la eternidad se detuvo.“Era un olor insoportable”Fausto no recuerda en qué momento se volvió cotidiano en el barrio el olor a gasolina. “Duramos como cuatro, cinco meses que era un olor insoportable”, menciona. “Salía de las alcantarillas, de los caños. Te estabas bañando y se sentía. El olor llegaba a las casas. Ese hidrocarburo, gasolina, lo que sea”.Un equipo de bomberos se internó en las alcantarillas del barrio para vaciar pipas de agua, y despejar los hidrocarburos acumulados en el drenaje. Su veredicto no sorprendió a nadie: bajo las calles de Gante corría gasolina pura. No obstante, el presidente municipal de Guadalajara, Enrique Dau Flores, dispuso que no era necesaria la evacuación.La mañana trágicaA pesar de todas las señales, nunca esperó aquel amanecer fatídico del 22 de abril. Fue el desenlace más cruel. “Como a eso de las diez, méndigo tronido” expresa, imprimiendo en su voz una desolación que no puede ser plasmada en letra. “Pero tronido, y sobre ése, otro. Estaba dormido. Se empezaron a caer los trastes. Tembló. Literalmente tembló. Y después del segundo madrazo ya salimos, y me asomé… lo primero que hicimos fue preguntar quién faltaba. Que mi mamá, que la niña… Nos volvimos a asomar a la calle, y ándale que ya no había. Desapareció. Una nube de polvo, de tierra… que sería, dos veces arriba de la azotea, y cuando vimos que ya no había calle, dije, ya valió”.La gente, sin comprender qué pasaba, empezó a correr. Lloraban de terror, gritaban los nombres de sus seres queridos en medio de la marejada de escombros que parecía llegar al cielo.El niño perdido“La muchacha llore y llore, no sé qué era del niño”, platica Fausto. “Vivían en la mera esquina, donde ahorita es una llantera. Era un departamentito, una casita chiquita, y daba a la mera esquina. La entrada estaba sobre Gante. Y órale, nos metimos a la casa y que ¿dónde está tu niño? No era suyo, pero la habían puesto a cuidarlo. ¿Dónde está tú niño? “No, pues que aquí”.La joven los llevó a la habitación, la cual se encontraba destrozada por las explosiones. En el centro del cuarto estaba una cama, la del niño, y a ambos lados de la misma dos montículos de piedras. Fausto, Jorge y un sacristán que se les unió en el camino escarbaron en el sitio. “Llegamos hasta el piso. Estábamos hasta el piso pegado a la cama. No, no está. Y le dijimos, a esta muchacha… estaba en shock. ¿Oyes, y no se lo llevarían al niño, su papá o su mamá?… Y se queda unos segundos… a lo mejor sí. Y arrancó”. La joven los dejó solos. Sin más que hacer, Fausto, Jorge y el sacristán abandonaron el cuarto en ruinas.Mil historias de vida en cada casa derruidaRecuerda aquella familia de Tijuana, a la que una decisión apresurada le trastocó el destino. “Les estaban metiendo una enfadadota los chiquillos. Y que les dicen los papás, órale cab…, sálganse a jugar afuera”. Minutos después, explotó. “Se murieron esos cuates”, se lamenta Fausto. “Se murieron esos niños”.Mientras servía como rescatista, encontraron a una joven que murió de pie. “Estaba parada, pero como quebrada”. Recuerda los llantos desesperados de una mujer empolvada, gritando por sus hijas a mitad de la calle. “Mis hijas, vayan por ellas”. No sobrevivió ninguna.También recuerda la valentía, la solidaridad, y destaca la participación decisiva de la juventud en las labores de búsqueda y rescate.El destino del niñoUn recuerdo en específico le sigue lastimando hasta el día de hoy. Cuando regresaban, una vez había soldados, policías y bomberos por doquier, Fausto y su hermano Jorge pasaron por la casa derrumbada donde apenas media hora antes una muchacha les pidió que la ayudaran a buscar a un niño. Y, para su desgracia, ahí estaba el infante: otras personas lo habían sacado de los escombros. “Ese sí me lastima mucho, ese niño”, se lamenta Fausto. “Pasó como media hora y el niño ahí estaba. A un lado de la cama. Y nosotros escarbamos donde no era. El niño seguía vivo. Todavía duró como veinte minutos, pero en el camino ya se murió”.La solidaridad, la política, el gobierno…Fausto destaca el corazón y las buenas intenciones de los tapatíos como algo que no puede quedar en el olvido. “La solidaridad de la gente fue diez con excelencia. Aquí nosotros duramos como dos meses que no nos dejaban salir los soldados. Todos hacían cola… hasta dinero nos regalaban. Los restaurantes nos traían comida. Comida sobró. En la noche venían señoras y nos regalaban café, pan… bien solidaria. El gobierno echó a perder todo eso”.Memoria de unos barrios en el olvidoAl preguntarle si el barrio cambió a partir de las explosiones, Fausto Gutiérrez suspira. “Yo creo que el barrio cambió un cien por ciento”, afirma. “Este barrio era muy populoso. Estoy hablando de toda la línea de Gante, 20 de noviembre, era muy popular. Había muchas vecindades, y donde hay muchas vecindades hay mucha gente, mucho niño, mucha vida. Mucha casa. Ahorita ve toda esa línea de calles y como que quedó maldita, desolada, de día es una y de noche… Esta calle está muerta, a partir de las 7 de la noche”.Las calles de Gante, en efecto, se quedan solitarias después del crepúsculo, sin más habitantes que el viento. En la primaria Abel Ayala, sobre Gante y Francisco Silva Romero, hay una frase pintada en uno de sus muros, y que resume el sentimiento de una época perdida: “Yo lo que añoro de mi barrio después del 22 de abril son los ojos que te reconocen, rostros en los que te identificas, sonrisas de saludo y apretones de manos, y los buenos días y las buenas tardes, y que le vaya bien, y todo eso”.“La vida se acabó” suspira Fausto. “Platicábamos en las banquetas, llevábamos serenatas, bien chido. Se acabó. Eso se murió. Ya pasaron 30 años y sigo pasando por ahí y me da lástima. Se murió este barrio”. María Refugio Martín Franco, de 84 años, y Elvira Sánchez, de 67 años, son afectadas directas por las explosiones del 22 de abril de 1992 en Guadalajara, estaban en la calle de Gante, en la colonia Analco. Hoy se cumplen 30 años de los hechos y aseguran que los acercamientos por parte de los gobiernos de los tres niveles han sido nulos para seguir con el tratamiento de heridas y apoyo psicológico.Las víctimas mortales fueron 212, según las autoridades, 69 desaparecidos, mil 470 lesionados, entre ellas doña Cuca y Elvira, quienes recuerdan los hechos como si fuera ayer.María Refugio contó cómo es que ella vivió las explosiones, perdiendo su casa y sin saber dónde estaban sus hijos al menos los menores, ya que en total en su hogar eran 13, para fortuna todos sobrevivieron, ahora solamente pide que le cambien su silla de ruedas.“Estaba en la cocina dando de desayunar y voltee yo tenía un cristo en la pared y me fije, vi que se estaba desbaratando la casa y lo último que recuerdo que les dije esto ya explotó, fue una cosa tan rápida, no dio chanza de nada, cuando vi eso que la casa se caía. Nos sacaron mis hijos que estaban trabajando y muchachos que trabajaban con mis hijos, me sacaron, me llevaron en la escuela del Ayala, de ahí una patrulla me llevó a la Cruz Roja, y de ahí en una camioneta nos llevaron al Hospital Civil Nuevo, en la noche me sacó y me llevó al Hospital San Francisco”, señaló.¿Qué opina del apoyo de autoridades a las víctimas de abril de 1992?Participa en Twitter en el debate del día @informador